Otro día de verano claro, cálido y brillante. Paseo por un camino que serpentea entre rocas, tojos y helechos, y me siento en un banco que mira al mar. Sobre una piedra, una lagartija absorbe cada rayo de luz. Me quedo inmóvil y comparto con ella la calidez matutina. Ambas sabemos que pronto los días, que ahora acaban a las diez de la noche, darán paso a las puestas de sol a media tarde y a días nublados de abrigos y gotas de lluvia.

Al cabo de un momento el reptil se activa, corretea por la roca y desaparece. Mientras la miro me vienen a la mente las historias de almas en pena convertidas en lagartijas o culebrillas por no haber cumplido una promesa a Dios. En Galicia un pacto comercial es sagrado y, una vez acordado el precio, sea de una vaca, una leira o un milagro, un acuerdo es un acuerdo y hay que cumplir. El Deus ex machina -que es una suerte de tráfico de influencias con lo divino- no iba a ser una excepción y, al menos por estas tierras, la pena por incumplimiento es vagar por el ultramundo o quedar convertido en reptil. Algo que también puede pasarle a quienes decidieron que ir a San Andrés de Teixido no iba con ellos o lo pospusieron tanto que se les acabó el tiempo. Nadie sabe con certeza cuántos, en la otra vida, pagan su escepticismo arrastrándose entre arbustos de mimosa, caléndulas, acacias y patatales.

Pero todo tiene solución si tienes quien te quiera. Alguien que, ante la más mínima duda, esté dispuesto a cumplir por ti y hacer el peregrinaje. Como tantas cosas, esto viene de mucho antes del cristianismo, de una cultura celta que abarca los pueblos atlánticos desde Sevilla hasta Suecia, que creían en espíritus con los que compartíamos el mundo y que podían habitar, al menos temporalmente, en piedras. Por eso, si de cumplir se trata en nombre de una persona que amamos y que nos ha dejado con algo pendiente, la tradición manda ir a buscar al difunto y coger una piedra de tamaño medio cercana a la tumba, invitarle a venir con nosotros y partir.

A lo largo del camino, es importante hablar con el finado, darle conversación y mantenerlo atento, porque de lo contrario podría perderse, especialmente en los cruces de caminos. Si usamos un vehículo dejaremos libre un asiento para nuestro espíritu compañero y, cuando paremos a almorzar, le compraremos su ración de comida y bebida, pero no las tocaremos y quedarán sobre la mesa. Llegados al destino del peregrinaje, habremos de cumplir la promesa en los términos que conozcamos o los que nos parezcan que establecen sin ninguna duda la voluntad de zanjar las obligaciones pendientes. Por último, buscaremos un "milladoiro", una acumulación cónica de piedras, a veces de varios metros de altura, miles de ellas depositadas a lo largo de generaciones, que estuvieron temporalmente habitadas de un alma errante. Allí dejaremos la nuestra, junto a las otras. Una prueba tangible de que hemos hecho nuestra parte.

Cuánta inteligencia en la imposición de conversar con el difunto durante el trayecto en tiempos en que el peregrinaje podía durar muchos días. Ritos de duelo y despedida, pero también de conexión y continuidad, de autoconocimiento y reconciliación con la naturalidad de la muerte.

La ermita de San Andrés de Teixido está en un lugar asombroso y salvaje al final de los senderos marcados por la Vía Láctea, sobre los acantilados más altos de Europa, entre cumbres verdes habitadas por caballos salvajes. Pero, a mi entender, no importa el destino, ni la promesa -si es que hubo alguna-. Como en el poema de Kavafis, importa el camino.