Como todos los años, los responsables españoles del sector, da igual el partido que gobierne, se ufanan de las cifras del turismo.

Se hacen cálculos sobre lo que dejan los turistas, pero no sobre sus efectos negativos, que para aquéllos parecen en cambio no contar.

El turismo es, sin embargo, un arma de doble filo: es una industria que deja muchos beneficios al sector privado, pero en el que se socializan las pérdidas.

Beneficios para el sector hotelero, para quienes alquilan sus pisos por uno o dos meses y para los que encuentran trabajo en la hostelería o la restauración, aunque sea temporal y, por supuesto, mal pagado.

Y frente a ello, pérdidas de todo tipo que se cargan en primer lugar sobre los Ayuntamientos, que han de ocuparse de toda la basura que deja un turismo masivo e irrespetuoso.

Pérdidas para quienes ven cómo aumentan los precios y cómo se disparan además los alquileres por culpa de la proliferación de los pisos turísticos.

Y cómo se termina además expulsando de los centros de las ciudades a muchos mayores a la vez que impide el acceso de los jóvenes, a quienes resulta cada vez más difícil pagar esos precios.

Basta ver lo que ocurre entre nosotros en ciudades como Palma de Mallorca, Barcelona, Málaga o , Madrid, cuyos centros urbanos van convirtiéndose en parques temáticos donde es más fácil encontrarse a otros turistas que a un autóctono.

El lector habrá visto cómo en muchos lugares, los vecinos que van quedando, desesperados, cuelgan pancartas o sábanas de los balcones, para denunciar el ruido y reclamar su derecho al descanso nocturno.

Hay sitios donde hace tiempo que se sobrepasó el límite de tolerancia y los ciudadanos expresan su enojo con pintadas en inglés contra ese turismo cada vez más invasivo y falto de todo respeto hacia quienes allí viven todo el año.

Por no hablar de las dichosas despedidas de solteros, esa moda hortera, sexista y regada de cerveza o alcohol barato que no deja de extenderse en todas partes.

O del turismo de cruceros, esos hoteles flotantes cuya altura supera muchas veces las de los edificios de los puertos donde atracan y cuyos ocupantes se llevan de la visita un par de souvenirs a cambio de dejar allí sus desperdicios.

Y esto no ha hecho más que empezar porque a unos vuelos cada vez más baratos se suma el nuevo acceso a las clases medias de millones en países como China, deseosos de hacerse un selfie ante la Torre Eiffel o recorrer a zancadas las salas de cualquier museo antes de que el autobús se los lleve a la atracción siguiente.