A mediados del pasado siglo la Guerra Fría discurría entre desafíos cargados de tanta testosterona como ideología. En los años cincuenta la competición entre capitalistas y comunistas también azuzó la carrera espacial y, con ello, muchos sueños. Niños que crecieron con noticias de astronautas y cosmonautas, del lanzamiento del Sputnik y de Neil Armstrong dando un "pequeño paso" en la Luna.

Los niños de aquella generación creyeron que pronto el futuro discurriría entre viajes espaciales y robots en una sociedad pacífica, científica y avanzada. Transcurridas seis o siete décadas son hoy ciudadanos mayores que, al abrir el periódico cada mañana, deben sufrir un bajón de proporciones épicas mientras nos contemplan sumidos en el ruido y la furia de los temas más actuales: la república, el Valle de los Caídos, el independentismo catalán o la blasfemia como tipo penal.

Me detengo en lo de la blasfemia porque suena realmente exótico y un tanto medieval. El último desencadenante ha sido una orden judicial para detener a Willy Toledo, un bocazas insoportable que acabará en una celda, no por haber escrito sobre sus heces y el Dios cristiano, sino porque se ha negado a obedecer una orden Judicial y eso no se puede hacer en ninguna sociedad civilizada.

Hay un bombardeo de bulos interesados en mezclar casos de políticos, actores o raperos que no tienen relación entre sí, para difundir que en España se encarcela por las ideas, lo cual es falso y una soberana estupidez. Pero lo cierto es que, en foros algo más serios, gente reflexiva y leída discute sobre la conveniencia de eliminar del Código Penal el artículo 525 que castiga las ofensas a los sentimientos religiosos.

En un país en el que la libertad de expresión es un pilar fundamental, somos muchos los que entendemos que este artículo es una anomalía. Por supuesto, no existen los derechos ilimitados, pero los derechos fundamentales lo son por algo, porque forman parte de la estructura que soporta todos los pesos y reparte las cargas de este edificio que llamamos Estado.

La prueba de fuego de la libertad de expresión está en defender con firmeza a quien expresa ideas que uno siente detestables. Hacer esto exige entender que lo expresado no es más que un actor secundario en la ecuación; que lo fundamental es querer un país de ideas, donde todo puede ser pensado y comunicado a otros sin censuras, con los menos límites posibles.

En España el artículo 525 del Código Penal prácticamente no ha sido aplicado. Y aún así, ¡cómo rechina que sea un delito ofender los sentimientos de alguien! Preferiría promover una sociedad de ciudadanos adultos y maduros que no se ofendan fácilmente.

Los casos que conocemos, algunos muy mediáticos, basculan entre el desafío político y los límites del humor. Un humor que no puede tener miedo de ofender y que es necesario en una sociedad libre.

En 1980 los Monty Phyton armaron un escándalo de proporciones bíblicas con La Vida de Brian, una parodia de la vida de Jesús que en su momento les costó un buen número de boicots antes y después del estreno pero que se ha convertido en una obra de referencia a la que todos volvemos y cuyas parodias siguen reflejando la realidad actual. Una de sus escenas más hilarantes es la de la blasfemia, en la que se condena a morir lapidado a un hombre que, tras una magnífica cena, le dijo a su mujer que los manjares hubiesen sido dignos del mismísimo Jehovah.

Sí, dentro del ramillete de comités, gestoras y comisiones con los que nos entretiene el nuevo Gobierno de Sánchez, llega a constituirse uno que evalúe la vigencia del artículo 525 del Código Penal, propongo que aquellos que se postulen como miembros, además de un profundo conocimiento de la Ley, deban acreditar haber visto varias veces esta parodia sublime, una vacuna contra todos los que sientan la tentación de sentirse ofendidos, reclamar justicia y señalar con el dedo al grito de ¡Ha dicho Jehovah!