Se suceden los últimos días de verano y, aparte de retornar los niños al rebaño nada enriquecedor de la enseñanza reglada, vuelven los diputados al Congreso, las intervenciones de telediario, las entrevistas, las comisiones de investigación y tantas otras cosas que nos entretienen.

Hay personas bendecidas con la capacidad de abstraerse de este pugilismo extraño. Mientras algunos contemplamos lo que sucede en el ring, jaleamos a uno u otro púgil y nos limpiamos las gotas de sangre o sudor que a veces salpican al público tras un buen punch, otros salen a fumar, a ligar, a leer la prensa o ni entran en la sala, porque afuera hay un mundo lleno de otro tipo de pasiones y, en definitiva, cada uno encuentra sus estímulos donde quiere y puede.

El domingo, medio escuché la entrevista que hicieron a Pedro Sánchez. Mi atención estaba dividida porque, al mismo tiempo, sostenía una novela que no acababa de engancharme y mi gato reclamaba perezoso que le atusase el lomo. Imposible, sin embargo, no darse cuenta de los más de treinta "yo soy el Presidente del Gobierno" que pronunció Sánchez. Las malas lenguas dicen que una vez cada minuto y medio. Una patología freudiana de libro.

Unos días antes, en medio de la borrachera de currículos y ridículos, el rictus de Sánchez cuando Rivera le pidió que explicase lo de la tesis, dice mucho de lo que hay detrás de la máscara de la sonrisa Profident. Lo del "os vais a enterar" que algunos le escucharon, le quedó también muy de pandillero a lo West Side Story, bien vestido y repeinado, pero un armabroncas de callejón con mucha ira dentro. Los burofaxes a medios de comunicación anunciando acciones judiciales, inusitados.

Tanta indignación presidencial sobra cuando está claro que la tesis no vale ni los bits que ocupa. Del papel ya no hablo. En el mejor de los casos no pasa de ser un refrito mal hecho sometido a la aprobación de un grupo de amigos, recién doctorados ellos mismos, que otorgan un "cum laude" como quien invita a una caña. Una formación muy al nivel de cuando a Zapatero le dijeron que le enseñarían cómo funciona la economía del país en "un par de tardes". De aquellas catástrofes aún no hemos terminado de curarnos las heridas.

Quizá es el momento de reflexionar en serio sobre las competencias necesarias para gobernar a 46 millones de personas y manejar cuatrocientos cincuenta mil millones cada año. Si de una selección de personal para un puesto de alta dirección en una gran empresa se tratase, para pasar la criba serían analizados al detalle, no sólo la formación académica, también la experiencia, las capacidades adquiridas y las cualidades personales: inteligencia, empatía, fortaleza, madurez, criterio... Una gran empresa no juega con esas cosas. Un país no debería.

Los cien días de Sánchez en el Gobierno nos hacen pensar en una imponente nave, surcando un mar picado, a veces embravecido, manejada por alguien que no sabe demasiado ni de barcos, ni de navegación, y que pulsa botones de colores brillantes (Franco, Cataluña nación, venta de armas, subida de impuestos, reformas constitucionales o trucos para saltarse al Senado), porque le gustan o esperando que, por mera estadística, alguno de ellos funcionará. Entre tanto, la tripulación, desorganizada, da instrucciones contradictorias generando aún más caos mientras los pasajeros observan atónitos y la tormenta arrecia. Algunos revisan las grietas del casco e insisten en la importancia de cuidar de los elementos que la dotan de estabilidad a la nave. Muebles, vajillas y pasajeros se tambalean, algunos perciben el peligro tanto del oleaje como de los absurdos golpes de timón, pero desde el puente el Capitán sonríe a la cámara, afirma que nunca han estado mejor las cosas y repite que todo irá bien mientras los músicos sigan tocando. "Al fin y al cabo, yo soy el Capitán".