Qué hacía usted el 29 de septiembre de 1928, hace hoy exactamente 90 años? A mí no me pregunte, porque por aquel tiempo no engrosaba la nómina de los vivos. Y estoy seguro de que, estadísticamente, la mayoría de ustedes que me leen tampoco. A mi madre tampoco se lo podemos preguntar, porque aunque sí estaba allí, ese día precisamente andaba bastante atareada. En ese momento, ella y mi abuela Lola estaban ocupadísimas con las cosas del nacer. De venir al mundo la primera, se entiende, hecho en el que -como ustedes podrán colegir- la segunda, junto con mi abuelo Arturo, tuvieron bastante que ver. Pero ¡qué caramba!, en el momento del parto la más implicada, sin duda, fue la abuela. Como suele suceder siempre en situaciones análogas...

En fin, que esa es la razón -la de los noventa años de mi mami- para que nos juntemos hoy y lo celebremos al calor de algún platillo. Ya saben, esa costumbre tan del norte y, en particular, tan de Galicia, de celebrar comiendo y de comer celebrando, amalgamados lo uno y lo otro en buenas porciones calóricas...

Pero déjenme que aproveche la ocasión, ya que comienzo el artículo de esta guisa tan imbricada en nuestra historia reciente, para que continúe el tirón y les plantee una columna que toca esta temática. ¿Cuál? Pues la de, simplemente, ser conscientes de todo lo que hemos ido cambiando en estos noventa años. Poco más, sin pretender ser sistemático ni exhaustivo y sin caer en la simpleza de creer que todo lo de antes -o lo de ahora- es lo mejor... Fíjense, ni la vida antes era en blanco y negro ni la de ahora en tecnicolor. Miserias ha habido, hay y habrá siempre, aunque las miserias no se verifiquen siempre asociadas a una menor o mayor renta, o a una más alta o más baja esperanza de vida.

Pero ciertamente, como reza la canción... "cuanto hemos cambiado"... Nada más. Un antes y un después, marcados por los noventa años de La Nena, que puede ser un buen hilo argumental para intentar conocernos un poco mejor a nosotros mismos. Hoy vivimos tiempos líquidos (Bauman dixit), con escasos vínculos entre nosotros -estadísticamente, comparándolo con antes, independientemente de que usted o yo vivamos activamente o no el hecho familiar- y con mucho mayores cotas de libertad individual, aunque también de soledad. De profunda soledad. Tiempos complejos, no se engañen, donde la pretendida tecnologización de la sociedad no deja de ser una construcción muy restringida a ciertos ámbitos, en un planeta donde -insisto, aunque se lo he contado muchas veces- muchos cientos de millones de personas no han hecho jamás una llamada telefónica, y donde una importante proporción de nuestros congéneres viven sin servicios tan básicos como el de la electricidad o el agua potable. Tecnologización y tecnificación, por otra parte, en la que unos salen ganando mucho más que otros. Y donde la diferencia entre los que más partido sacan de todo ello y los que se llevan la peor parte es, cada vez, más amplia, inabordable e inasumible.

La sociedad de antes, en la que nació mi mami, no era tan mala como algunos se puedan imaginar. Y la de ahora, tampoco lo es. Ni cualquier tiempo pasado fue mejor, ni el presente es el mejor de los momentos posibles. Seguramente en el pendular de los grupos humanos en torno a las cuestiones verdaderamente fundamentales -¿quiénes somos, a dónde vamos, de dónde venimos, cómo podemos vivir todos mejor?- habrá elementos mejor resueltos y peor resueltos ahora y antes. Sin optar por una visión maniquea, interesada o tan parcial como se escucha o lee a veces.

El excelente pensador Félix Rodrígo Mora hace un retrato de la sociedad rural tradicional, comparándola con los modos adoptados al uso en la posterior evolución urbana. Y, a partir de ahí, tira muchos de los mitos que acompañan tantas veces al relato que identifica al campo con atraso y tristeza. Todo lo contrario: la sociedad rural tradicional es mucho más solidaria, alegre y libre que la que después pobló, casi con lo puesto y con muchos menos vínculos, los nuevos barrios de las urbes. Pues quizá ocurra algo parecido, a efectos de tópicos, con la comparación entre la sociedad posmoderna -la de hoy, líquida y desafecta- con la del período prefranquista, mucho más evolucionada en algunos aspectos que la resultante de las cuatro décadas posteriores de oscuridad. Antes y ahora había luces, y también sombras. Pero miren, incluso no me atrevo a decir que la de hoy, donde vivimos con un confort, unas condiciones de vida, una salud y unos servicios básicos a años luz de los de hace noventa años, sea una sociedad mejor en todo. Depende de, exactamente, a qué nos refiramos.

Aún así, creo que tenemos que estar razonablemente contentos del periplo que hemos forjado durante esos largos -o cortos- noventa años, con todos sus momentos delicadísimos y sus grandes retos y mejoras. Así, hoy miro a ese testigo de todos esos años que, además, me dio también a mí la vida con mi papi, Luis, que hoy ya no está, lo cual es motivo de no poco agradecimiento y cariño. Viendo a mi madre, a todas las madres y padres, a todos los abuelos y abuelas, me reafirmo una vez más en que ellos son la raíz que nos incardina en el pasado, como única fuente posible de vivir un presente mucho más basado en la experiencia, que a la vez sea puerta de un mejor futuro. Una idea que hoy no está de moda, de lo cual hay nefastas consecuencias bien concretas en lo laboral, en lo social y no digamos en lo político. Y, sin embargo, yo reitero: es fundamental e imprescindible aprender del pasado para construir mucho más allá de nuestras propias narices. Como no lo entendamos de una vez, seguiremos estrellándonos ante cuitas resueltas mucho antes de que ni siquiera hubiéramos nacido, construyendo relatos ad hoc para adaptar la realidad a nuestra propia percepción de la misma, sin una visión sostenida en el tiempo, necesaria e imprescindible. ¿O no?