A nadie llama ya la atención que Rufián se exceda todos los días, al fin y al cabo su oficio es excitar; a los suyos, a los de enfrente, a los medios y, esencialmente, a sí mismo. Sí que nos ha llamado la atención que una diputada que defiende a capa y espada la dignidad de las instituciones se haya sentido tan ofendida y visto colmada su paciencia hasta lanzarse al insulto cañí. Cuando lo vi, me acordé de esa frase atribuida a Mark Twain y que tan bien se ajustaba a la situación vivida: "No discutas nunca con un imbécil, te llevará a su terreno y ganará por experiencia".

Rufián tiene un don para la provocación y disfruta extraordinariamente con ello. No hay más que ver cómo le chispean los ojos cuando consigue la reacción airada de la bancada. La ofensa a los sentimientos del agraviado es lo que le alimenta. Y si después del insulto hay que guiñar un ojo, pues se guiña. Lo que le hace sonreír es ver saltar a sus interlocutores. La acción-reacción que busca cualquier buen acosador de patio de colegio.

Rufián es un alumno aventajado de este juego perverso en el que están buena parte de los autodenominados "nueva política", individuos que han llevado a los mismos pilares del Estado los comportamientos de instituto contra los que nos advierten a los padres de hijos adolescentes. Esos mecanismos que los profesionales califican como "de dominación".

Hace un par de semanas Arcadi Espada expuso en una incendiaria columna que ante comportamientos como el de Rufián uno puede responder con despectiva indiferencia o con un órdago a la grande. El problema de la primera estrategia es que la máxima latina de "quien calla, otorga" es tan aplicable al Derecho como a la política y puede acabar por darse la razón a quien no la tiene. El de la segunda es evidente. En la escalada por ver quién la dice más gorda, es la institución democrática y parlamentaria la que sufre los daños más graves y puede salir del embate con una brecha en la frente, las costillas rotas y los dos ojos morados, cuando de su buen estado de forma depende nuestra libertad.

Cada año en estas fechas releo el prodigioso discurso de Clara Campoamor en defensa del voto femenino en octubre de 1931. En aquella ocasión, ella contaba con toda la fuerza de la razón y cargaba sobre sus hombros la responsabilidad de defender los derechos de todas las mujeres de su país. Los argumentos del Partido Socialista para negar el sufragio femenino no podían ser más bajos, simplemente que las mujeres no les votarían a ellos. Otros cuestionaban la capacidad o la propia humanidad de la mujer. En ese clima de controversia y volatilidad, con todos los motivos posibles para manifestarse con vehemencia, éstas fueron algunas de las palabras de Campoamor en Las Cortes: "?lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega (?) si por acaso admitís la incapacidad femenina, votáis con la mitad de vuestro ser incapaz (?) porque todos somos hijos de hombre y mujer (? ) Negadlo si queréis; sois libres de ello, pero sólo (?) porque os disteis a vosotros mismos las leyes; no porque tengáis un derecho natural para poner al margen a la mujer (?). Señores diputados, he pronunciado mis últimas palabras en este debate. Perdonadme si os molesté, considero que es mi convicción la que habla; que ante un ideal, lo defendería hasta la muerte?".

Las personas brillantes pueden exponer con contundencia sin caer en estridencias; no necesitan epatar u ofender para ser oídos; buscan ser escuchados, no provocar reacciones airadas, y respetan el puesto que ocupan en las instituciones y al pueblo al que representan. Pero eso no está al alcance de cualquiera. Desde luego no de los rufianes de este mundo que, como mucho, sirven para poner a prueba la templanza de los verdaderamente fuertes.