Cuando una furgoneta blanca alquilada atropelló a más de 100 personas de 34 países-y mató a 16-en el bulevar más emblemático de Barcelona en agosto de 2017, y otra camioneta alquilada en Nueva York atropelló y mató a 8 personas de tres países en un carril bici antes de embestir un autobús escolar en Halloween (31 de octubre) ese mismo año, nunca pensé que ambos ataques cambiarían mi identidad.

Separadas por casi 6.200 kilómetros, las ciudades de Barcelona y Nueva York son dos mundos aparte. Pero el movimiento independentista en Cataluña, y el llamamiento al patriotismo para apoyar la guerra contra el terrorismo en Estados Unidos me han hecho más consciente de las fronteras geográficas, políticas, culturales y económicas que limitan y definen mi identidad.

Siendo hijo, nieto y bisnieto de gallegos coruñeses y ourensanos, los nacionalismos siempre impactaron la identidad de mi familia, a veces incluso dividiéndonos culturalmente entre Galicia y España.

De una manera parecida, siendo hijo de inmigrantes en Nueva York, la presión creciente para restringir las fronteras a consecuencia de la guerra contra el terrorismo también ha fragmentado la identidad de mi familia entre outsiders and insiders, forasteros y establecidos.

Y si bien los políticos en ambos continentes han tratado de reunirse en solidaridad con las víctimas de los ataques terroristas, lo que dicen (y no dicen) a veces crea fronteras aún más restringidas.

"La democracia tiene unos valores intrínsecos de libertad e igualdad que están por delante de la violencia", dijo el líder independentista catalán Carles Puigdemont en una conferencia de prensa después del ataque de Barcelona en agosto de 2017. "Entre todos doblegaremos a quienes intentan usar la violencia".

Mientras escuchaba a Puigdemont defender los valores de la libertad e igualdad (que yo comparto) en la radio, emocionalmente no pude superar el hecho de que el líder catalán no incluía a Madrid en su lista breve de ciudades europeas que sufrieron ataques terroristas.

Solo nombró a Londres, Bruselas y París, sin hacer referencia a los atentados del 11 de marzo y las 193 personas de 18 países que murieron en Madrid.

Con intención o sin ella, en ese momento Puigdemont cruzó una línea invisible dentro de mi cabeza que me hizo dudar de su mensaje de solidaridad porque me obligó a pensar en la independencia catalana cuando solo quería pensar en las víctimas del atentado.

Lamentablemente, esta no fue la primera vez que las políticas de España y Estados Unidos polarizaban mi identidad.

Me mudé de Nueva York a Sada un mes antes de los atentados del 11 de septiembre en 2001. Y a más de 15 años, aún recuerdo vívidamente el pánico y horror que sentí al ver las Torres Gemelas-una referencia imponente de la geografía de mi niñez-desplomarse en la televisión, como si fueran maquetas de cartón para una película de Hollywood.

Ese momento marcó para mí un antes y un después, transformando mis recuerdos de Nueva York en retratos fragmentados y distorsionados.

Por un lado recordaba las calles de mi infancia, los pájaros de primavera cantando por encima del escape de incendios en mi edificio y el sol del mediodía iluminando las ventanas. Y por otro lado, ahora podía imaginar las vigas de hormigón y acero destrozadas, y una nube de polvo oscura tragando a mi barrio entero.

Los reportajes del 11 de septiembre plasmados en los canales de la televisión, y las fotos traumáticas en las portadas de los diarios, me hicieron cada vez más hipersensible. Y cuando escuchaba o leía las opiniones de analistas en diferentes países describir a las Torres Gemelas y Nueva York como símbolos de libertad o imperio, emocionalmente sentía resquemor porque reducían a mi ciudad natal a argumentos y cifras abstractas que despojaban a las 2.753 víctimas de las torres de su identidad y humanidad.

Y ahora cuando pienso en las Torres Gemelas, no puedo evitar preguntar: ¿Por qué tenemos que cambiar el nombre de la nueva torre del World Trade Center (traducido literalmente como Centro de Comercio Mundial) a Freedom Tower o Torre de Libertad?

El nombre Freedom Tower me hace recordar la política de la guerra que impulsó las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003; y en años posteriores impuso restricciones de seguridad que transforman a Nueva York en una ciudad de fronteras y deportaciones.

Hoy, el nombre Freedom Tower refleja para mí una mentalidad de guerra que sigue dividiendo y enfrentando a la ciudad en grupos opuestos, inmigrates vs. no inmigrantes, demócratas vs. republicanos, musulmanes vs. cristianos, nosotros vs. ellos.

Y esta mentalidad de guerra también distorsiona la realidad de las Torres Gemelas.

Desde lejos, mucho más que un centro de comercio, las torres parecían las Columnas de Hércules, un portal de dimensiones legendarias que podía comunicar a todas las culturas y empresas del mundo. Y tanto las personas que trabajaban allí, como los turistas que viajaban para subir al cima, sabían que eran monumentos de una comunidad sin fronteras dedicada a la coesxistencia y la prosperidad.

Musulmanes oraban en el piso 17 de la torre sur. Inmigrantes documentados y sin documentación trabajaban en las torres. Y cientos de turistas hacían cola todos los días para compartir una perspectiva elevada de una ciudad de sueños y películas.

Sin embargo, a 10 años de la caída de esas columnas herculinas, el sueño de un mundo sin fronteras ya parecía imposible.

En 2011, el New York Times publicó un gráfico con el costo total de los ataques del 11 de septiembre: US$3,3 billones -Estados Unidos pagó US$7 millones por cada dólar de Al Qaeda (se calcula que los paramilitares yihadistas reunieron US$500.000 para planificar y llevar a cabo los ataques)-. Y esta cifra, al igual que otros números y caracterizaciones, delineaba las fronteras de un mundo en guerra.

En España, ya había visto señales parecidas de otro mundo en guerra. Cinco meses antes de los atentados de Madrid, me mudé otra vez de Sada con mi primo Pepe para Tres Cantos. Y ese 11 de marzo nefasto no daba crédito cómo la misma línea de cercanías que usaba con frecuencia para viajar desde Atocha a Alcalá de Henares había sido atacada.

Nuevamente, esa burbuja de un mundo protegido se pinchó, y las imágenes de vagones trenzados y las víctimas cubiertas en polvo me hicieron recordar la pesadilla interminable de Nueva York. Y con ella, vi cómo otras divisiones se endurecían a través de políticas de identidad que ya parecían irreconciliables.

En 2017, Emilio Silva -periodista y fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica- describía la crisis entre Cataluña y el gobierno español como dos elefantes que destruyen la hierba que pisan mientras luchan y hacen el amor.

En cierto modo, Barcelona y Madrid son como dos gigantes colosales que empujan y arrastran mi identidad gallega de un lado a otro. Y para una familia llena de emigrantes acostumbrados a vivir entre varios países, culturas e idiomas, las intolerancias de un grupo hacia otro crea una mentalidad de guerra falsa que obliga a vernos como enemigos en potencia.

Esta crispación entre grupos opuestos se está replicando en todo el mundo. Y una tragedia reciente en Estados Unidos me recordó cómo el odio hacia otras personas puede alimentar la violencia.

El 27 de octubre, un tiroteo en Pittsburgh mató a 11 personas. El asesino entró en una sinagoga armado y gritando: "¡Todos los judíos deben morir!".

Los médicos -también judíos-que atendieron al neonazi después de ser arrebatado, no entendían cómo un hombre que no conocía la religión judía podía sentir un odio tan profundo por un pueblo ajeno.

Pero tal vez el diagnóstico de esta crisis global radica en la falta de empatía que sentimos por otras personas. A poco tiempo del tiroteo, Ivanka Trump -hija del presidente Trump- publicó en Twitter: "Todos los americanos buenos apoyan al pueblo judío para oponerse a los actos de terror y compartir el horror, la repugnancia y la indignación por la masacre en Pittsburgh. Debemos unirnos en contra del odio y la maldad. Dios bendiga a los afectados".

El último mensaje publicado por el asesino en la red social de grupos neonazis Gab (antes del atentado) denunciaba a la sinagoga por "traer invasores que matan a nuestra gente". La sinagoga apoya exiliados de todo el mundo, incluyendo musulmanes.

Esa distinción entre el bien y el mal, la superioridad moral que un grupo siente por encima de otro también me hizo recordar los fantasmas del 11 de septiembre, y la manera en que el terrorista yihadista Osama bin Laden y el presidente Bush usaban la palabra "cruzada" para justificar la guerra.

Ahora con cada acto de terror, la tensión entre nosotros y ellos tiene un efecto ondulante que divide y enajena a más comunidades, culturas, ciudades, países y continentes. Y estos fantasmas de "los otros" hacen más difícil recordar que por encima de las fronteras hay una humanidad que necesita apoyarse mutuamente para sobrevivir.