Se cumple un año de la aplicación del 155 y, desde entonces, muchas cosas han cambiado en la política española. La realidad, esa fuerza potentísima, se ha impuesto demostrando que la unilateralidad constituye una vía muerta para el soberanismo en un mundo profundamente interconectado. El 155 corroboró también sus limitaciones en un momento de altísimo voltaje emocional. Rajoy seguramente era consciente del riesgo que suponía para la estabilidad constitucional una suspensión total de la autonomía o, quizás -como apuntan algunos observadores-, había presiones del partido socialista. En todo caso, medio año más tarde, el llamado bloque constitucional se rompió: Rajoy perdió el poder y el juego de alianzas políticas se recompuso, con el PSOE apoyándose en Podemos y en los nacionalistas. Hay que permanecer atentos, por tanto, no solo a los gestos y palabras del partido en el poder, sino sobre todo a la actuación de sus aliados. El pasado fin de semana, Errejón advirtió de que la aprobación de los Presupuestos del Estado iría en paralelo a una solución para Cataluña. La declaración es importante porque demuestra que hemos entrado en una nueva fase, según la cual el corazón del procés se ha trasladado de Barcelona a Madrid y el nuevo epicentro no es ya la ruptura unilateral sino la mutación constitucional: un proceso constituyente que modifique el 78.

Lógicamente, el paso de la unilateralidad a la bilateralidad requiere este nuevo pacto. ¿Sobre qué supuestos? ¿Asimetría autonómica, federalismo o confederación? ¿Monarquía o república? El voto contra la Corona en el Parlament, la abolición de la Monarquía -reclamada por el ayuntamiento de Barcelona- o las declaraciones de Pablo Iglesias al respecto anuncian líneas de ataque que toman a la Casa Real como objetivo principal; pues a nadie se le escapa que el rey es la clave de la bóveda que sella la arquitectura institucional de nuestro país. Su voladura no saldría gratis. El ataque incesante a su prestigio tampoco. Una labor que no podemos desligar del relato que pretende vincular el acuerdo del 78 con un tutelaje llevado a cabo por las elites franquistas.

El destino es un fluido, unas veces viscoso y otras más dúctil. Observar su movimiento sirve para orientarnos, pero difícilmente resuelve ninguna incógnita sobre el futuro. En todo caso, constituye un deber del ciudadano aprender a juzgar las cosas no en función de sus deseos sino de la realidad. Las capas de poder se superponen y acumulan tensiones al igual que una falla sísmica. El desprestigio de Puigdemont se acrecienta, por ejemplo, a la vez que Iglesias toma la iniciativa acudiendo a la cárcel de Lledoners y entrevistándose con Junqueras. La dinámica resulta, en este sentido, completamente opuesta a la que operaba el año pasado. La confrontación ya no se plantea entre dos gobiernos -uno nacional y otro autonómico-, sino dentro del propio país, seccionado por el filo de las ideologías. Una catarata de elecciones, de pactos secretos y de sentencias judiciales marcará el futuro de España en la próxima década. Más importante aún es, sin embargo, el conjunto de ideas y creencias que se van a imponer finalmente en la sociedad: ¿en qué tipo de país queremos vivir? ¿Sobre qué principios -no solo racionales, también emocionales- sostendremos la vida en común? ¿Damos por muerto el 78 o vale la pena seguir defendiendo sus frutos? Estas preguntas no son meramente políticas: apelan también a nuestro sentido moral.