En un pasado no muy lejano pero hoy casi inconcebible la vida -justo cuando valía la pena y la pena ardía como un sol negro- solía tener la estatura de un bolero. De un bolero de Álvaro Carrillo, por ejemplo. En los boleros se expresaban todas las derrotas y cansancios de los corazones leales o traidores. Un forma de tristeza vidente. El ejercicio resignado de una melancolía lúcida que buscaba una forma discreta de quejarse entretejiendo metáforas cotidianas. En la Venezuela de principios de los años setenta el bolero -un pan inagotable de ese portentoso horno de la creatividad musical que ha sido Cuba- era todavía una asignatura obligatoria de la cultura popular. Una codificación de la sentimentalidad en la que se educaron generaciones de latinoamericanos durante cerca de un siglo. Como el bolero es básicamente la crónica de una derrota inclaudicable todo el mundo podía compartirlo porque todos fracasamos. Y así, con los ojos agüanchentos, los hombros caídos o un nudo en la garganta escuchaban boleros mujeres y hombres, pobres y ricos, viejos y jóvenes, analfabetos y académicos, blancos, negros, mulatos y cuarterones. Los primeros versos que yo recuerdo, y no me parece que sea para lamentarlo, no se los leí a Baudelaire, sino que se los escuché a Julio Jaramillo.

Las palabras de los mejores boleros -quizás medio centenar de composiciones si uno se pone muy riguroso- suelen bailar despacito hasta acercarse al borde mismo del ridículo, pero jamás lo pisan. El bolero siempre lleva implícita una tenue conciencia de su hipérbole. Como si cantante y público supieran y compartieran que lo que se narra cantando es, evidentemente, una exageración, pero jamás una mentira. Es más: solo exagerando puede el bolero contar la verdad de un alma triturada y un cuerpo que se ha perdido a sí mismo. Por eso la inflamación sentimental del bolero se desarrolla -como dijo una vez Vázquez Montalbán- en un sistema narrativo perfecto, de tal forma que es capaz de contar satisfactoriamente las travesías de un amor en tres minutos. Petrarquismo suburbano concentrado al alcance de todos y para todos.

Lucho Gatica se acaba de morir en México, ya cumplidos los noventa años. Quizás fue un bolerista demasiado explícito, un punto excesivamente quejumbroso, porque el buen cantante de boleros debe conseguir cierta contención para potenciar el efecto desolador del desamor cuando llega y se queda -más o menos- para siempre. Pero una vez lo escuché, memorablemente, una y otra vez, mientras alguien tomaba un avión. Faltaba poco para el amanecer, latía la tristeza en carne viva y yo observaba desde una ventana las azoteas de esta terrible ciudad bajo pálidas estrellas mientras Gatica me cantaba El reloj sin que yo supiera que la cuenta atrás apenas había empezado.