El rey Juan Carlos fue decisivo para salvar serios obstáculos en la transición y dejar vía libre a la democracia. Jubilar a Arias, confiar en Suárez, apoyar la Ley para la Reforma Política que anunciaba elecciones libres para junio de 1977 y querer ser el rey de todos los españoles evidenciaron su apuesta decidida por la democracia. Su contribución fue decisiva, otras hubo también, tanto para el ritmo como para la dirección del cambio profundo que fue la Transición, así con mayúsculas. De oponerse el Rey a ella, todo hubiera ido peor. La CE lo hizo jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones y el más alto representante del Estado español. Pero la izquierda política y académica quería un Rey mudo, un autómata neutral, tutelado y restringido a unos actos debidos sobre los que nada tenía que decir. Si el Rey lo era por designación de Franco, si la monarquía y la democracia se repelen y si la democracia constitucional de 1978 debía verse como continuación de la 2ª República, lo obligado era aceptar al Rey porque no había otro remedio pero eso sí, casi anulándolo. Pero sucedió que el 23 de febrero de 1981 un pelotón de guardias civiles asalta el Congreso, secuestra allí al Gobierno y a la oposición y se anuncia que un general se haría con la Presidencia mientras otro general con los tanques en la calle dicta un bando que, leído hoy, aún pone los pelos de punta. Pues bien, el Rey en ejercicio del mando supremo de las FAS interviene a favor de la Constitución y contra el golpe, que se frustra de inmediato porque el general golpista, "recibidas las instrucciones de su Majestad", retira las tropas de la calle y anula el bando. El Rey actuó sin refrendo porque todos estaban secuestrados y ejerció el mando supremo de las FAS aunque lo querían sólo para presidir desfiles. Acertó el Rey y erraron quienes lo creían un autómata, porque el jefe del Estado hace guardar la CE, es árbitro y moderador y en esa condición hizo lo que debía hacer.

Porque no es un autómata neutral y mudo, el 3 de octubre de 2017, a iniciativa propia y de su puño y letra, Felipe VI, jefe del Estado que simboliza la unidad y permanencia del Estado, interviene en TVE con un breve discurso refrendado por el presidente Rajoy. Censura a las autoridades de la Generalitat responsables del procés y llama a los legítimos poderes del Estado a asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones. El Rey cumple así con su deber. El 27 de octubre, proclamada la independencia de Cataluña, el fiscal general del Estado presenta una querella por rebelión contra los líderes del procés y el Gobierno, con la aprobación del Senado, aplica el 155, destituye al gobierno catalán y disuelve el parlamento. Los tres poderes con el Rey parando el golpe contra la CE y la integridad territorial.

Pocos son los que no reconocen los servicios de la Corona a la democracia española y niegan su compatibilidad con ella, demostrada en los más estables Estados europeos. Entre los pocos, Colau, Garzón e Iglesias quienes, con iniciativas demagógicas, como esa votación en el ayuntamiento de Barcelona a instancias de la CUP para abolir la Monarquía, símbolo de unidad y permanencia del Estado, lo que en realidad pretenden es socavar los cimientos constitucionales de España y su integridad territorial. La Corona es una pieza mayor en nuestra arquitectura constitucional. Iglesias lo sabe y arremete contra un pilar de nuestro sistema constitucional y democrático. Si Sánchez no da importancia a los ataques que prodiga su socio, es porque le importa poco lo que la Corona simboliza y eso en un presidente es inaceptable.