Sentimos la inestabilidad propia de un tiempo de cambios. Cambios de envergadura, substanciales para alcanzar una democracia madura, que siguen pendientes desde 1978 y que nos sitúan, no en el punto de llegada, sino en lo que podríamos llamar "terreno de transición", que en geología es ese espacio de sedimentos donde se asientan los fósiles más primitivos. Ahí siguen el nacional-catolicismo, el mausoleo de Franco, las organizaciones para exaltar el franquismo, la monarquía, el "concordato" con "el Vaticano", el patriarcado más rancio, las fosas comunes de los vencidos y variados privilegios, más propios de los tiempos del derecho de pernada en sus dos acepciones reconocidas. Parecen fósiles porque están como petrificados, pero no están muertos y todos ellos perviven en ese líquido amniótico que es la vieja corrupción heredada del franquismo y hábilmente reciclada en la transición. Perviven y hasta reviven al encarnarse en jóvenes líderes como Casado y Rivera que, cada día, se parecen más a Onésimo Redondo y a Ledesma Ramos. Son los nuevos adalides y muñidores de las viejas esencias patrias del señoritismo y del privilegio. Es todo este universo, fósil, el que está en cuestión por la propia y natural evolución de la democracia. Evolución que es esencial. Tanto, que si no se produce, aunque sea lentamente como en nuestros caso, solo cabe la involución, que es, al fin y al cabo, lo que este universo fósil pretende. Sus armas son el asesinato de la esperanza, el manejo de la crispación y el fomento del miedo. Es verdad que el sentido de la vida y de la historia no favorecen la pervivencia de los fósiles y que, por tanto, no van a prevalecer. El patriarcado, la religión del Estado, su jefatura por vía hereditaria, el culto a la dictadura o los privilegios sobre los derechos son cosas incompatibles con la democracia, con la calidad de vida colectiva mínima y con los mínimos exigibles de racionalidad. Por lo tanto, no prevalecerán. Ahora bien, sí pueden conseguir que nuestra natural evolución democrática y civilizada se tenga que hacer con dolor, lágrimas e incluso sangre. El problema no está, pues, en que se impidan los cambios, sino en el precio que haya que pagar por ellos. He aquí lo preocupante.