Aunque la transacción es una figura de derecho privado, tengo para mí que la Constitución de 1978 participa de los rasgos conceptuales de la transacción, lo cual puede ayudar a poner de manifiesto el verdadero significado de ciertos acontecimientos que están enturbiando nuestra actual convivencia democrática.

En efecto, "transacción" significa, según el diccionario de la RAE, "acción y efecto de transigir" y el verbo transigir, en su primera acepción, quiere decir "consentir en parte con lo que no se cree justo, razonable o verdadero, a fin de acabar con un diferencia". Si de la perspectiva gramatical nos trasladamos a la estrictamente jurídica, nuestro Código Civil dispone que "la transacción es un contrato por el cual las partes, dando, prometiendo o reteniendo cada una alguna cosa, evitan la provocación de un pleito o ponen término al que había comenzado".

Pues bien, la Constitución española de 1978, descrita políticamente como fruto de un consenso y punto final de la transición a la democrática, reúne las notas características de una transacción, si se quiere política, entre las fuerzas políticas que representaban al pueblo español en la legislatura 1997-79. Lo cual, de admitirse esta aproximación, dotaría a nuestro texto constitucional de un soporte contractual que sería útil para explicar, los que para mí, son dos importantes incumplimientos de nuestra Carta Magna.

Obsérvese que tanto la significación gramatical como la jurídica, adoptan como punto inexcusable de partida de la transacción la existencia de un conflicto previo con partes enfrentadas que está pendiente de solución. Este planteamiento, como se verá seguidamente, era el que estaba sobre la mesa tras la muerte de Franco.

Así, en la España pre-constitucional, el panorama político estaba compuesto, esencialmente, por dos partes enfrentadas: las fuerzas del "régimen" y las de la oposición. El conflicto consistía en que con la muerte de Franco las partes implicadas no daban por finalizado el enfrentamiento que desembocó en la Guerra Civil: las espadas para los dos bandos seguían en todo lo alto. Y la solución pendiente era organizar una nueva convivencia entre ellos, pues hasta entonces el poder había estado exclusivamente en las manos del bando vencedor.

Seguramente porque las partes enfrentadas conocían sus propias fuerzas y sabían que un nuevo enfrentamiento sería el peor de los escenarios posibles, ambas llegaron a la conclusión de que para acabar de una vez con el conflicto debían consentir incluso con lo que no creían justo, razonable o verdadero, devolviendo de nuevo el poder al pueblo para poner término de una vez por todas al conflicto que seguía latente.

El "medio" utilizado para transigir fue un laborioso "consenso"; esto es, entre las partes enfrentadas, en el que tuvo mucho que ver el rey Juan Carlos I. Y el tiempo durante el cual se fueron conciliando las posturas enfrentadas hasta pasar de un régimen autocrático a otro democrático fue conocido con el nombre de la transición.

El resultado final de este período político fue la elaboración de una Constitución, la de 1978, que en tanto que representaba una verdadera transacción política, tenía fuerza contractual y engendraba unas obligaciones con fuerza de ley para las partes contratantes, que debían ser cumplidas por todos.

Pues bien, este carácter transaccional-contractual que fundamenta la Constitución de 1978 desvela el incumplimiento que suponen las medidas revisionistas de la Ley de la Memoria Histórica, el golpe de Estado jurídico que supuso la fallida declaración unilateral de independencia del Parlament de Cataluña y la reciente decisión del parlamento vasco que considera una imposición antidemocrática la unidad de España.

En efecto, la Ley de la Memoria Histórica, según ha señalado Santos Juliá, no trató, como sostuvieron sus promotores, de combatir el olvido -que nunca existió- del exilio, de los muertos y la guerra (antes de la fecha de la Ley que es del año 2007 hubo numerosas publicaciones y películas de cine que ofrecieron sin restricciones la versión de los vencidos). Al contrario, la verdadera intención fue revisar el pasado 40 años después mediante un truco de magia dando una nueva versión de lo sucedido, en la que se intenta hacer pasar por triunfadores a los que no lo fueron. Pues bien, así concebida la Ley 52/2007 de la Memoria Histórica atenta contra las cesiones que hicieron en el periodo preconstitucional las fuerzas del régimen franquista para transigir el conflicto que seguía latente tras la muerte del antiguo jefe del Estado.

Estas fuerzas, pongámonos como nos pongamos, fueron las que más entregaron a cambio en la transacción (nada más y nada menos que el poder) para cerrar definitivamente la confrontación. Por eso, reabrir ahora la revisión de lo sucedido supone un claro incumplimiento de las obligaciones transaccionales asumidas entonces por las fuerzas democráticas.

La cuestión de la fallida declaración unilateral de independencia por parte del Parlament de Cataluña implica también un indiscutible incumplimiento de las obligaciones asumidas en los finales de los setenta del pasado siglo por los representantes legítimos del pueblo de Cataluña. En este caso, hay un doble incumplimiento: el de los compromisos transaccionales y el del texto de la Constitución. Lo de menos es si para incumplir se contó con el voto de una parte del pueblo de Cataluña. Porque el incumplimiento de una transacción que se funde exclusivamente en la voluntad de uno de los contratantes carece de toda justificación. Lo libremente convenido una vez es obligatorio para las partes mientras no consientan ambas lo contrario.

Finalmente, el intento del Parlamento vasco de denunciar que la unidad de España que proclama la Constitución fue una imposición y que no fue consecuencia de la libre adhesión y voluntad de los pueblos es un nuevo incumplimiento de la transacción política que cristalizó en la Constitución de 1978.

Pues bien, justamente el carácter transaccional que tiene nuestra Constitución produce el efecto de "cosa juzgada" y, por tanto, lo pactado es inamovible entre las partes. Por supuesto que se puede reformar la Constitución, pero no incumplirla. Porque lo convenido está resuelto definitivamente y no se puede abrir un nuevo proceso para volver a discutir lo ya decidido.