Entre las joyas que esconde el Palacio Municipal de María Pita hay varios cuerpos sinuosos. En el Salón Dorado, por ejemplo, en una cama de sábanas revueltas, yace perezosa una muchacha, Simone Mafleux. Exhibe su belleza desnuda sin rastro de pudor, los brazos extendidos sobre la cabeza, el cabello suelto, rubio y larguísimo rebosando la cama, la columna arqueada por una almohada que eleva el vientre, y las piernas ladeadas y levemente flexionadas que muestran la cara interna de un muslo. El pulso erótico de la pintura es tan evidente que cuentan que en otros tiempos lo cubrían con telas cuando el Palacio Municipal era visitado por altos miembros de la curia lo cual, por supuesto, no hacía más que incrementar el interés y quién más, quién menos, levantaba un tanto la tela que lo cubría para echar algún vistazo furtivo y admirado. El anecdotario recoge que, en una ocasión, tantos fueron los que levantaron la tela para echar un ojo a la bella que, cuando llegó el cardenal, el tejido se vino abajo dejando completamente al descubierto hasta el vello de la axila, produciéndose un momento de conmoción y luego un silencio incómodo mientras el prelado contemplaba tranquilamente la obra. Tras unos momentos, el hombre se dirigió a los presentes con una frase lapidaria: "Lo que es un pecado, es cubrir tanta belleza".

La muchacha se exhibe ante nosotros, pero no para nosotros. En la esquina, discreto y tímido, en un autorretrato realizado poco antes de su muerte, su amante y su pintor, Germán Taibo, muy joven, con boina negra de medio lado y corbatín, contempla a Simone hermosa, plena, llena de vida y deseo para siempre.

Muy cerca de allí, en el Salón Rojo, hay otro desnudo. Otra muchacha, esta vez morena y con el pelo recogido, sentada sobre una toalla blanca, se asea en un riachuelo en un posado muy clásico, también hermoso pero sin la carga sexual de la otra obra. Enfrente, una escena popular de una feria de hace un siglo, con mujeres vendiendo fruta de otoño en una plaza arbolada; panos, mantos, paraguas y sellas. El pueblo, pues, en el salón en el que se reúne el Gobierno de la ciudad y, a su alrededor cuatro pesos pesados de las letras y el arte: la condesa de Pardo Bazán con 36 años, tocada con mantilla, recién publicados los Pazos de Ulloa; Wenceslao Fernández Flórez delgado, de gran nariz y fino bigote, tan serio como joviales e imaginativas eran sus letras; Murguía viejo, encanecido y con aire reservado, y María Casares fascinante, retratada más como una hechicera que como una actriz.

A poca distancia, girando a la izquierda y pasados cinco relojes - que es como se mide el espacio en el Palacio Municipal- otros dos cuerpos sinuosos yacen en lechos de terciopelo. Las maderas pulidas, brillantes, suaves y curvadas de los dos violines centenarios de Andrés Gaos, músico portentoso que nació en la calle del Orzán.

Como las grandes espadas, los buenos violines tienen nombre, en este caso el de los Luthier que los hicieron. Los violines Moor y Gavatelli ya no son tocados, sólo se exhiben en su vitrina. Y hay algo antinatural en ello, algo triste como un animal disecado. Me decía hace poco un experto que posiblemente tanta apatía los haya deteriorado para siempre, pero realmente a día de hoy nadie lo sabe con certeza. Rodeados de antigüedades, relojes, y objetos sacros, a su lado, en un lienzo, una gitana lee La Buenaventura tratando de vislumbrar un futuro incierto. Un futuro en el que quizá unas manos expertas saquen a los dos violines de su encierro para, examinarlos, sanarlos y, con un poco de suerte, devolverlos a la vida y hacerlos volver a cantar.