Más que en defectos

—aunque también—, Galicia es tierra abundante en excesos. Vamos sobrados de vacas, de tempestades, de fiestas gastronómicas, de catástrofes y naturalmente, de agua. Hasta mil ríos y dos mares humedecen este país en el que cualquier colmo es posible.

Contagiados de tanta abundancia, los gobernantes al mando se suman sin complejos a este gusto por la exageración. Los dos últimos han sido el alcalde de Vigo, que desafía con sus luces navideñas a las grandes metrópolis del mundo; y el de Cangas, que, para no ser menos, ha pintado el paso de peatones más largo de España, o por ahí.

Antes que ellos, el que fue monarca informal de este reino, Manuel Fraga, había abordado ya la construcción de una monumental —e inconclusa— Cidade da Cultura que sus adversarios políticos bautizaron con el título de pirámide de Tutanfragón. Y por la banda de la izquierda, Francisco Vázquez, impulsor de la todavía nonata República Herculina, remató en A Coruña los 13 kilómetros y medio del paseo marítimo más extenso de Europa. Solo ahora Lanzarote planea arrebatarle esa primacía.

Esto de aspirar a lo más grande, lo más alto y/o lo más copioso es nuestro particular lema olímpico. La fama se la llevan en realidad los portugueses, de los que tal vez hayamos heredado la costumbre, del mismo modo que compartimos durante algunos siglos la lengua. También allí presumen de tener las más multitudinarias manifestaciones del mundo —una de mil personas ya es "monumental"— y del segundo puente más largo de Europa. Por no hablar ya de la alianza de Portugal con Gran Bretaña, que al parecer es la más antigua de las vigentes en el planeta geopolítico.

Las demasías de los gallegos son de orden más bien gastronómico, aunque de todo hay en la viña de Breogán. La parroquia de Carcacia, en Padrón, ha homologado la tortilla de patata más grande del universo, a fuerza de echarle huevos (y patatas, y cebolla) en cantidades absolutamente desmesuradas. Tanto como para hacer necesario el uso de una grúa para darle la vuelta a tan formidable plato.

A tal hazaña propia de Pantagruel habría que agregar aún los inmensos peroles donde se cuecen los callos en O Porriño y otros lugares del Condado o la hecatombe de cerdos que se sacrifica en Lalín para alumbrar los cocidos de febrero. El cocido, plato de referencia del país, es en sí mismo un exceso con las diecisiete carnes distintas que lo ilustran, según los cánones de Castroviejo y Cunqueiro.

Pero no solo se trata del yantar. Presumimos también los gallegos de tener el banco más bonito del mundo, si bien se trata de un banco de madera con vistas al mar y no de una entidad financiera que acaso nos diese más provecho económico.

En cuestión de naufragios y mareas negras no hará falta destacar la preeminencia de Galicia entre todas las costas del mundo. Hasta nueve de gran impacto bañaron de chapapote el litoral de este antiguo reino durante las cuatro últimas décadas.

Nada hay de nuevo, por tanto, en la desmesurada iluminación con la que el alcalde de Vigo ha llenado de bombillas (y de viajeros curiosos) las calles de la más poblada ciudad del reino. El contraataque de su colega de Cangas, que ha pintado sobre el asfalto un paso de cebra de más de cuarenta metros de longitud, era del todo previsible. Este es, ya se ve, un lugar en el que nada sobra: ni siquiera los excesos. Al menos dejamos de tomarnos en serio por un rato, lo que siempre es de agradecer.