Voltaire nunca habría alcanzado la gloria en la sátira, de no mediar los meses que pasó en la cárcel siendo un veinteañero, precisamente por ejercitar su pluma vitriólica. De igual modo, la persecución judicial de cómicos, tuiteros y raperos no solo perfila uno de los momentos más brillantes del Derecho, sino que también ha propiciado una eflorescencia de las artes expresivas sin parangón desde el Siglo de Oro. Conviene recordarlo ahora que se advierte un cierto relajo del brazo ejecutor, desanimado por sentencias llegadas de Estrasburgo y demás antros hugonotes.

Cuando los asesores de De Gaulle le presionan para que meta en la cárcel a Sartre por sus diatribas contra la indiscutible grandeur francesa y a favor de una Argelia independiente, el presidente pronuncia una de sus frases míticas, "On n'emprisonne pas Voltaire". Esta abstención no se rendía ante el mérito incontestable del filósofo, sino que se negaba a suministrarle el aliento intelectual adicional de una estancia en prisión. Los jueces españoles han de reflexionar sobre esta anécdota, para perseverar en la investigación y castigo de cómicos, tuiteros y raperos, porque es la única manera de garantizar el afloramiento del genio creador. Y de evitar el despeñamiento hacia el libertinaje, claro.

Valle-Inclán es considerado con cierta razón como un gran escritor, pero sus hagiógrafos no siempre reparan en la inspiración que acumuló en su estancia en la cárcel, acaecida durante la dictadura de Primo de Rivera. Fragmentos de sus Esperpentos, del estilo de "el soldado, si supiese su obligación y no fuese un paria, debería tirar sobre sus jefes", solo puede componerlos un temperamento afinado en la celda. Aparte de que deberían costarle otra estancia a la sombra, igual que le ocurriría a quien se atreviera hoy con esa apología del terrorismo. Y es aquí donde sería imperdonable que los jueces se desvincularan de su compromiso con la promoción de la libertad de expresión a palos.

Los funcionarios menos entusiastas se aplicarán a recordar que la condenada libertad de expresión es una materia escurridiza, que no se deja atrapar. Esta falta de combatividad sería corregida por Mazarino con medios mecánicos de imposible mención en horario infantil. El cardenal desafiaba, "dadme seis líneas escritas por la persona más virtuosa, y encontraré argumentos sobrados para colgarla". Según viene demostrando con abnegada insistencia la doctrina de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo, la represión del pensamiento no depende de los contenidos, sino de la intención punitiva. Al fin y al cabo, Franco pronunció uno de los mejores chistes sobre el asesinato de Carrero, "no hay mal que por bien no venga", sin que ningún juez cumpliera con su cometido de condenarle por enaltecimiento del terrorismo. Esta dejación de responsabilidades judiciales empobreció la prosa del Generalísimo, ayuna del fulgor que presta el miedo.

(Aviso, este párrafo contiene expresiones que pueden herir sensibilidades, y que se utilizan a título meramente ilustrativo). Una interpretación simplista destacará que las condenas pretéritas a los escritores del género breve, el tuit, se debían al peligro anejo a la expansión de sus consignas terroristas. Según este análisis legalista, "Viva el Grapo" es una frase que batiría marcas de audiencia, y que ocasionaría un levantamiento popular como puede comprobar cualquiera que la grite en un teatro lleno. Este poderoso argumento obliga a explicar por qué el anuncio por parte de Trump de que va a bombardear a millones de norcoreanos se toma a broma, y sin que nadie acuse de terrorismo al presidente estadounidense. Y todo ello, pese a que dispone de medios sobrados para materializar su mortífera amenaza, a diferencia de los pálidos tuiteros con un notable déficit de musculación. La respuesta es que Trump aventaja en vis cómica a sus imitadores españoles, según atestiguan sus sesenta millones de seguidores en Twitter.

La mayor concentración de seres humanos que ha contemplado la historia no puede permitirse a excéntricos que desafían el instinto del rebaño, sin recibir la amonestación burocrática a través de los tribunales. Fue necesario exterminar a los liberales, porque seguían pensando con John Stuart Mill que "en estos tiempos, el simple ejemplo de disconformidad, el simple rechazo a doblar la rodilla ante los hábitos instalados, constituye en sí mismo un servicio a la sociedad". Cuánto se debe agradecer la cancelación de este pensamiento disolvente, la nivelación lograda por tribunales vigilantes con la disidencia intelectual, por mucho que el autor de Sobre la libertad sermonee que "el hecho de que haya tan pocos que se atrevan a ser excéntricos, marca el principal peligro de nuestro tiempo". Suerte que J.S. Mill está bien enterrado, y sin riesgo de exhumación.