Pasó a mediados de diciembre del año pasado que por resolución del juzgado de instrucción número 12 de Palma de Mallorca les fueron requisados los teléfonos móviles a unos periodistas. Todo por un asunto que era vox populi en la isla: que un poderoso empresario del ocio nocturno mallorquín tenía comprado a medio cuerpo policial local, pero aún no había sido juzgado ni sentenciado. La polvareda que en su momento se levantó por tal atentado al derecho profesional fundamental, derecho al secreto de sus fuentes informativas, no fue a más porque los informadores, ante la resolución judicial -y quiero pensar que para no buscarse otras complicaciones, nadie está obligado a ser un héroe- entregaron sus aparatos. ¿Qué habría pasado de no hacerlo, de haber antepuesto el secreto profesional a la orden judicial? Pues que la polvareda habría sido mayor, y de haber seguido adelante el proceso judicial, en el peor de los casos, habrían sido detenidos y puestos a disposición judicial. Repito que no se puede exigir ser héroes. Pero al final habrían sido absueltos porque el derecho al secreto profesional y a una información veraz (art. 20 de la CE), que es lo que había en este caso, están por encima del buen nombre del presunto culpable.