Es la realidad la que está acabando con Podemos. La tozuda realidad que puede enmascararse un tiempo pero que termina por dejar en evidencia a los tramposos. Podemos no fue más que un grito de protesta en medio de la crisis y de la corrupción, mucho ruido y pocas nueces como corresponde a un desahogo momentáneo. Era y es mentira que los parlamentos, que las instituciones, que el sistema, que los políticos elegidos no nos representen. Mentira que la democracia representativa esté caduca y que la Constitución de 1978 no pase de ser un papelito, que la Transición fuera una farsa y que la UE no sea sino el gestor de los negocios del capitalismo. Fue una impostura que Podemos representaba a la gente frente a la casta y fueron ignorancia supina la apuesta por el derecho de autodeterminación de todas las comunidades autónomas, los discursos arrogantes sobre la democracia y el capitalismo, el hallazgo de revolucionarias formas organizativas y participativas del nuevo partido de la gente. Y fue, es, incoherente y contradictoria la prédica de los dirigentes con su práctica, para asombro o indignación de sus incautos seguidores. Podemos no tenía sitio en el mapa político español como dejó de tenerlo el PCE, luego IU, por la sencilla razón de que su mensaje es de otro siglo, de otras latitudes y para una sociedad bien distinta de la nuestra. Hoy, sólo cinco años después, la realidad de la sociedad española y europea se ha impuesto a aquel mensaje y Podemos no tiene sitio para quedarse. Quienes quedan, Carmena/Errejón, Colau, Ferreiro, Compromís y algunos otros, ya saben lo que es gobernar ciudades, gestionar los intereses de la sociedad real y se han ido apartando de Podemos y sus pretenciosos discursos porque la realidad no les permite dejarse embaucar por las monsergas de Iglesias y Monedero. Es una buena noticia que el escenario de partidos se recomponga aproximándose, al menos en la izquierda, al modelo asentado desde las elecciones de 1977 hasta las de 2015.

En el otro gran espacio, el de la mayoría social conservadora, liberal y de derechas, el mapa pasa por un momento de dudas sobre lo que prefiere y menos sobre lo que rechaza. El PP camina entre dos maneras bien distantes, Aznar y Rajoy, que gobernaron con mayorías absolutas pero encarando turbulencias de distinta intensidad. Casado ha de emanciparse del todo y fijar el rumbo del partido en tiempos difíciles y le será complicado acertar, sin pasarse, con el trato a Vox para que no crezca a su costa. Vox no nace de una indignación momentánea, como Podemos, es la expresión de una discrepancia antigua y profunda con aspectos importantes de la evolución de la política y la sociedad española. Bauzá, expresidente balear, acaba de expresar su rechazo a la política lingüística que en las islas acepta y promueve el PP, su partido hasta anteayer. Desde hace mucho y no sólo allí, le acompañan bastantes españoles en su rechazo. Vox reniega del incesante aumento del autogobierno y pide recuperar competencias para el Estado y una vuelta a la uniformidad en asuntos importantes sobre los que no acepta tratamientos distintos. Tampoco están solos en esto, ni en reclamar políticas de integración, de promoción y de estima de lo común. Se apunta con superficialidad que nada ha cambiado Vox porque sus votantes y sus sensibilidades más conservadoras ya existían dentro del PP. Claro que votaban al PP, pero no protagonizaban la política del partido y mucho menos la de sus gobiernos. Justamente por eso, porque quieren tener voz propia, han saltado a la arena. Casado necesitará sutileza, cintura y humildad con Vox y Aznar, crudeza, abdominales y arrogancia, no parece el mejor consejero que hace poco simpatizaba con Rivera.