Espero en la estación de San Cristóbal el tren que ha de llevarme de A Coruña a Santiago. Paseo escuchando los ecos de las voces que reverberan anunciando una llegada o una salida, fijándome en los detalles del edificio. Las estaciones de fin de trayecto tienen una magnificencia innegable. En España y toda Europa hay edificios ferroviarios de inmensa belleza, adornados con volutas, frescos, cristaleras, columnas y relieves. Pero San Cristóbal es singular precisamente por lo opuesto, su sobriedad. Aquí la belleza radica en la idea de que la geometría, la piedra, el metal y la luz son hermosos en sí mismos y que es más que suficiente. La cubierta altísima que se eleva sobre columnas y arcos de acero, la fachada de piedra con sus ventanas verticales y la torre del reloj, la asemejan, de algún modo, a una catedral ajetreada, industrial y llena de vida, en vez de mística, espiritual y silenciosa.

En esta catedral laica, ni de San Cristóbal hay rastro más allá de su propio nombre. El escudo de la ciudad preside tanto la nave central como el recibidor, y el Santo, si está en alguna parte del recinto, debe estar bien escondido. Quizá porque el patrón de los viajeros tiene sus raíces en los viajes acuáticos y no en los terrestres ya que, según la leyenda, ganó la santidad ayudando al propio Cristo a cruzar un río cargándolo sobre sus hombros, una historia que, de nuevo, cristianiza un episodio de la mitología clásica en la que Jasón, líder de los Argonautas, hacía exactamente lo mismo con la diosa Hera; lo que demuestra que hace dos mil años ya estaba todo inventado.

Mientras espero, camino hasta el final del andén. Me fijo en los viejos almacenes, en los cambios de agujas, en las oficinas anejas. Todo evoca imágenes que guardo en la memoria cuando, de niña, tantas veces paseé por esta estación de la mano de mi abuelo que, además de otras cosas, trabajó para Renfe en esta estación muchos años.

Paseos de domingo pues, de la mano de mi abuelo, de largas conversaciones, de churros calientes comprados en el quiosco de la plaza y, a veces, de bajar a las vías y poner allí, sobre los raíles, una moneda para que el tren la aplastase. Guardo aún un puñado de aquellas monedas planas, negras y suaves que, curiosamente, no son humildes duros o pesetas de aquellos años setenta, sino antiguas monedas del siglo XIX con las efigies de Isabel II y Alfonso XII, ahora emborronados y apenas visibles.

Con puntualidad británica llega el tren que saldrá de nuevo en apenas unos minutos. Reconozco que aún me asombra, de estos nuevos trenes, su exactitud horaria tan poco respetuosa con nuestros usos y costumbres. Salimos y el trayecto discurre entre los que leen, los que conversan, los que se sumergen en la tecnología y los que se dejan adormecer. La literatura y el cine demuestran que los trenes son campo abonado para la imaginación y los sueños. Recuerdo entonces que las pasadas navidades mi hijo pequeño me pidió hacer un viaje en tren por primera vez en su vida. Acababa de revisitar una de las películas de Harry Potter, en las que el Hogwarts Express es como el armario de las Crónicas de Narnia, una puerta hacia la magia. Me lo pone muy fácil y muy difícil a la vez con semejantes expectativas. Uno de estos fines de semana haremos el trayecto a Vigo. Parece algo prosaico, pero quién sabe lo que será desde los ojos de un niño.