Nuevo sábado en el calendario, las espadas ya en alto con vistas al próximo día 28 de abril. Obviamente, antes sucederán muchas cosas importantes también, pero esta vorágine electoral y electoralista en la que vivimos casi permanentemente nos llevará a pensar que esa es la jornada elegida, donde confluirán el "yin" y el "yang", y todos nuestros problemas, anhelos y retos pendientes tendrán, por fin, la mejor solución. No se engañen. Se trata solamente de política que, sin quitarle ni un ápice de su importancia, tampoco puede ser el epicentro de toda nuestra atención siempre. Ya he dicho aquí muchas veces que un buen signo de normalidad sería, como en otros países, que el escenario político estuviese situado a un nivel más bajo, y que verdaderamente los logros, retos y avances en multitud de ámbitos (social, empresarial, cultural...) fuesen la estrella de nuestro día a día...

No me interpreten mal. No quiere decir que el foro público y las decisiones que en él se tomen sean baladíes. Ni mucho menos, eso no lo diré yo jamás. Pero sí que creo que vivimos una suerte de etapa hiperinflacionada por este tipo de temáticas, favoreciendo la creación de una sistémica "industria del poder", donde se amalgaman personas con trayectoria, capacidad y criterio con otras que, ya ven, se convierten en profesionales del "saber estar", "saber decir", y sobrevivir contra viento y marea en carreras políticas de fondo, sin que se les conozca otro tipo de ocupación o de actividad para lograr su sustento. Si a esto sumamos la potente influencia de lobbies que tratan de arrimar el ascua a su sardina, y que tienen también sus tentáculos, desde fuera, en las diferentes opciones que pelean por "pisar moqueta", con actores y opciones concretas, mucho más complejo todo, en una actividad que debería ser simplificada y orientada, verdaderamente y con muchas más garantías, al bien común.

Fruto de la situación actual, firmándose en unos días la disolución de las Cámaras para ir a unas nuevas elecciones, muchas de las medidas en trámite, y que constituyeron la carta de presentación de este Gobierno, decaerán. No acontecerá tal cosa con la subida del Salario Mínimo Interprofesional, un verdadero cambio de paradigma que no puede sino enorgullecernos. Desde enero está en marcha, de lo cual me alegro. Pero, fíjense, sigue siendo un terreno donde muchos, amparados en su titulación -otros también las tenemos- o su experiencia u oportunidades en la vida, muchas veces ligadas a la pertenencia a alguno de los lobbies antedichos, tratan de horadar el que es un avance necesario y, aún más, imprescindible.

Recojo al efecto palabras como las del economista Juan José Toribio, que fue director operativo del Fondo Monetario Internacional entre otras altas responsabilidades, criticando la subida de tal salario mínimo, expresando lo erróneo de tal medida, desde su punto de vista. Como otros, liga tal acción a un incremento del desempleo, habida cuenta de la presunta incapacidad de las empresas para pagar dichos sueldos, ahora más altos. Otras voces han preferido hablar del incremento, a partir de esa misma medida, de la economía en negro, de las malas prácticas. Y lo uno y lo otro es lo mismo para mí: excusas de mal pagador -nunca mejor dicho-, por mucho que venga refrendado desde la órbita del IESE.

Miren, la economía se basa en el consumo. Y, ¿qué consumo va a tener una familia que gana por debajo de lo que gasta? Nulo. Ya con novecientos euros al mes es difícil -o imposible, salvo que se cuente con casa o se produzca un agrupamiento familiar- de forma independiente. Pero ¿a alguien se le ocurre que sea posible trabajar y no vivir sumido en la pobreza con sueldos mínimos del orden de setecientos euros? Mi respuesta a las expresiones como la del señor Toribio, bien medidas y que suponen un razonamiento lógico dentro de una órbita de pensamiento concreta, es mucho más liberal que la de él. Y la misma se podría expresar, de forma sucinta, diciendo que si una empresa no es capaz de crear valor a todos sus grupos de interés -incluido el de sus empleados-, viéndose abocada a pagar miseria por trabajo, entonces no es interesante para el sistema. Y que, siguiendo las leyes del mercado, la misma debe sucumbir, sin que pase nada. Porque jugar a ser empresario o teórico de la empresa fundamentando nuestro éxito en la expansión de la pobreza, no aporta nada. O sí, en términos de exclusión. Las empresas exitosas son, en cambio, las que cuidan a su gente, las que verdaderamente producen valor en un ángulo de trescientos sesenta grados alrededor de su proceso productivo y las que, así, generan enraizamiento en el entorno y, a la postre, sostenibilidad y progreso. Lo otro, auspiciado artificialmente desde foros interesados, es hambre y oro. Hambre para quien trabaja, y oro para quien atesora lo que corresponde a todos, en mayor o menor medida: el valor generado por la empresa. Y ello desde lo apabullante de los datos: en España la desigualdad (miren la evolución del Índice de Gini o el AROPE en los últimos años) ha escalado de forma alarmante.

No. Que el SMI suba a 900 no generará paro. Generará dignificación de las condiciones de trabajo. Generará un pequeño repunte en el consumo. Y si alguien no puede mantenerlo, como empresario, es que es un mal empresario o tiene una empresa incorrectamente dimensionada, mal posicionada o con algún otro tipo de problema, no achacable a tal mejora en el umbral mínimo de condiciones remunerativas. Porque, si solamente nos basamos en la viabilidad de cualquier empresa, y no en el advenimiento de un paradigma que asegure la capacidad de acceso para todos los trabajadores a una cesta de la compra básica, ¿por qué no seiscientos en vez de setecientos? ¿O quinientos? ¿O cuatrocientos? Quizá, incluso, podamos encontrar a quien quiera trabajar por un plato de lentejas...

La ética -la de verdad, más allá del boato y las declaraciones de intenciones- ha de estar presente en la estrategia. Y la generación de valor no lo es ya solamente para el estamento dominical en la empresa. Si una empresa quiere serlo, ha de ser a costa de producir verdaderamente un beneficio. Lo otro no es empresa, sino usura. Y mi planteamiento no es una ensoñación o toneladas de buenismo. Está sustentado en datos y conocimiento de otros entornos académicos y empresariales más serios, y en la praxis de las mejores empresas. Porque no se puede jugar con el -escaso- pan de la gente ni mirar a entornos socialmente rotos para reforzar la posición dominante de quien hoy gana dinero a espuertas a costa de la precariedad laboral de la mayoría. Por mucho que la gente se ponga corbata para hablar desde una cátedra y tenga quien la respalde, ideológica y académicamente, reivindico otra forma de entender el éxito y las buenas prácticas. Y estas no son buenas si no pretender un cierto nivel de inclusión por encima de todo.

Como corolario, les diré que las empresas socialmente responsables son las que hoy más ganan en las principales plazas del mundo. Algunos en nuestro entorno han aprendido. Otros no.