El pasado día 19 la Luna estuvo muy cerca de la Tierra. Nos dio un beso exangüe, por decirlo así. No volverá hasta 2026 porque nuestro satélite juega al yoyó. Reparamos poco en estas idas y venidas. De hecho, se habló escasamente del suceso. Mal asunto. La gente, en las ciudades sobre todo, no se preocupa de lo que ocurre en el cielo. No observa las estrellas. Significa que miramos poco hacia arriba. De ahí que ignoremos también la variedad de pájaros urbanos que anidan en nuestras azoteas (y en nuestras cabezas). Convivimos con fenómenos insólitos a los que no prestamos atención, obsesionados como estamos por el día a día, tan agresivo y cruel, tan infructífero. Nuestros líderes, en el Parlamento o en lo que queda de él, más que hablar, jadean. Se atropellan, quieren pronunciar la segunda frase antes que la primera con resultados sintácticos calamitosos. Párense un poco, por favor. Observen los movimientos insinuantes de los astros antes de dar el mitin.

Ese día en el que la Luna nos besó, al entrar en la sala donde debía pronunciar una conferencia, alguien se ofreció a guardarme el abrigo. Se lo entregué corriendo, pues llegaba tarde, subí al estrado y leí mis folios sin dejar de pensar en esa persona a la que solo había visto de refilón, apresurado como iba. No estaba seguro de si se trataba de un hombre o una mujer, lo que indicaba un grado preocupante de dispersión mental. Tras el coloquio, antes de despedirme de los organizadores, pregunté por mi abrigo y nadie sabía nada de él. Me lo habían robado limpiamente con la sencilla excusa de cuidármelo. Volví a casa intentando recuperar algún rasgo físico del ladrón o la ladrona, pues no estaba tan triste por la pérdida de la prenda como por mi despiste. Si esto que me ocurre a mí nos ocurre a todos, pensé, podrían robarnos hasta la cartera.

Veinticuatro horas más tarde me enteré por casualidad de que la Luna nos había acariciado mientras yo leía mis folios. La noticia me impresionó como si el satélite pálido, en ese roce, nos hubiera arrebatado algo con la limpieza con la que a mí me habían desposeído del abrigo. Nos lo mereceríamos por no vigilar más sus movimientos.