Queridos todos y queridas todas, ¿qué tal se encuentran? ¿Cuál es su estado de ánimo y de percepción de su salud en estos días en que nos sumergimos ya en el Carnaval? Espero que todo vaya bien, y que tengan un ratito para poder degustar, por ejemplo, estos grelos tan fantásticos con los que la tierra nos regala en esta temporada, en cualquiera de sus preparaciones. Si son más de aderezarlos con lacón, puede estar bien. Pero yo estoy tan enamorado de ellos que, muchas veces, como mejor me saben es solos con unas patatas cocidas. Me encantan esos friarielli que un día me sirvieron en Napoli explicando que se trataba de un cultivo autóctono. Pueden imaginar ustedes la cara de sorpresa que se me puso en ese instante...

Les preguntaba por su salud, sí, porque es algo siempre importante. Pero también porque sobre ella va el hilo argumental de estas líneas que construyo para ustedes. Miren, la salud es lo más importante, decía la canción, junto con el dinero y con el amor. Aunque, en la difícil posguerra, alguien hubiese cambiado tal trinomio -ya ven que la necesidad cambia nuestras prioridades inmediatas- por el de aceite, azúcar y arroz...

Sí, con una salud precaria es difícil acometer casi nada en esta existencia que nos ocupa. E, incluso, con una percepción muy mala de la misma -independientemente de su realidad- son muchos los que se vienen abajo cuando, realmente, no toca. Es importante, pues, estar bien y cuidarse. Quererse, lo cual significa no maltratarse, y ser capaz de ver en cada momento la botella de nuestro estado general más medio llena que medio vacía.

Tener salud es cuestión de mejor o peor suerte, por una parte, ligada a la herencia genética que uno haya recibido. Y de hábitos, por otra, en función de qué haga uno por cuidarse, y cuánto se aparte de tal línea. Pero, visto de forma global, el tema de la salud también está ligado al azar de en qué parte del planeta uno haya nacido, y con qué recursos económicos. Una realidad absolutamente indiscutible. No he de repetirles aquí muchos episodios que les he narrado en estos años, ligados a poblaciones depauperadas, niños con escasas posibilidades de sobrevivir en mil contextos verdaderamente complicados, o botiquines en medio de la nada con unas tijeras oxidadas como único equipamiento.

No sé qué les sugiere esto, pero siempre que pienso en ello a mí siempre termina rondándome mucho más una idea que cualquier otra. Y esta es la percepción de que, realmente, el tema de la salud quizá sea el que peor hemos resuelto en el mundo como especie, desde una visión amplia. Y, ¿saben por qué? Pues porque muchos de los problemas globales de salud no entienden de fronteras o de segmentos socioeconómicos. Y el hecho de crear, por ejemplo, reservorios de patologías inexistentes en otras latitudes, en función de la renta, nos perjudica claramente a todos. A los ricos y a los que no pueden pagar -ni nadie pagará por ellos- una simple aspirina.

Tener un proceso neoplásico significa, en muchas partes del mundo, contraer una insoportable deuda de por vida para intentar hacer algo diferente a esperar. Pero hay muchos otros lugares donde esto mismo acontece con enfermedades superadas, para las que siempre existe un tratamiento radical que, simplemente, no está al alcance de muchos bolsillos. El supeditar el acceso a los medicamentos a los niveles de renta, el no diseñar fórmulas para aquellas patologías cuyo tratamiento no se ve rentable, el dejar a las superbacterias que se hagan cada vez más resistentes por, entre otras cosas, no poder tratarlas de forma uniforme a nivel global o el priorizar el cortoplacismo de la industria frente a una estrategia real de resolución de problemas potencialmente muy graves son algunos de los vicios adquiridos desde hace mucho tiempo en el ámbito de la salud global. Pero, repito, esto no va de pobres y ricos. Va de cuerpos, de seres humanos, y de patógenos y de todo tipo de procesos donde no importa si vives en La Finca o en la Colonia El Limonero. Va de personas y de enfermedades. Y, como no, de ética. Y de estética. Y de operatividad frente a un postureo que, vistas determinadas estadísticas, no nos lleva a nada bueno.

Es por eso que me gusta la nueva campaña de acceso a medicamentos de Médicos sin Fronteras. Leyendo sobre ella ahora, recuerdo otros pulsos con las mayores farmacéuticas del mundo, como el del Glivec, en el que pude aportar mi humilde granito de arena, y sobre la que encontrarán artículos míos en la hemeroteca. Pero batallas hubo muchas más y seguirá habiendo. La del Sovaldi, por ejemplo. O muchas otras. Las farmacéuticas se refugian en el gran esfuerzo investigador que realizan para poner precios por encima de muchas posibilidades, y artificialmente adaptados a los diferentes mercados. Hoy sabemos que todo eso es bastante relativo, que el peso de la investigación de un medicamento en el precio final es en torno a un diez por ciento, y que las cosas se pueden hacer de otra manera.

Díganme, ¿cuál es el objetivo de la industria de la salud? ¿Un mero intercambio económico? ¿O, en cambio, aspiramos a difundir su efecto beatífico entre cuantos más seres humanos, mejor? No digo que lo tengan que hacer las empresas, solamente. Digo que es necesario diseñar otro estado de las cosas para que los resultados sean distintos.