En el siglo XX hubo en España, entre otros, dos momentos históricos de singular significación política: la Guerra Civil y la aprobación de la Constitución de 1978. La primera, supuso una abrupta ruptura en la convivencia de los españoles de entonces; y la segunda, la reanudación de la convivencia democrática en el marco de un moderno Estado social y democrático de Derecho.

Aunque en 1978 habitaban conjuntamente en España ciudadanos que habían sufrido el horror de la Guerra y otros, que sin haberlo experimentado, desconocían la vida en democracia, unos y otros fueron haciendo al andar el camino democrático, intentando que el caminar en común cristalizara en una efectiva concordia nacional. Pues bien, no me equivoco demasiado si digo que en los primeros 25 años de andadura democrática hubo por parte de las fuerzas políticas un gran esfuerzo de reconciliación que logró arrinconar el rencor y el odio de tiempos anteriores.

Pero, como si España no se mereciera más de medio siglo de estabilidad, en la primera década del presente siglo la generosidad de los constituyentes empezó a ceder el paso a unas nuevas generaciones de políticos jóvenes que vieron la posibilidad de medrar en su carrera a través de avivar los rescoldos, casi apagados por completo, de los resentimientos que algunos tenían todavía enquistados desde el dramático enfrentamiento civil. De acuerdo con esta nueva estrategia, estos políticos, lejos de presentarse como acérrimos defensores de la Constitución, empezaron a considerar discutibles alguno de sus principios rectores de aquélla, como la soberanía nacional, la forma política del Estado, y la indisoluble unidad de la Nación española.

El cambio generacional supuso también el abandono de algunas prácticas políticas asentadas a través de los primeros años de vigencia de la Constitución, como la dejar el gobierno a la lista más votada que fue sustituida recientemente por la regla de la mayoría aritmética que permitió que triunfase por primera vez una moción de censura pilotada por un presidente que contaba con 84 escaños.

No hay que descartar que una parte significativa del pueblo español actual considere que hay que dar por finalizada la reconciliación de 1978 y con ella la generosidad política de la transición que tan lejos nos llevó. Y tampoco hay que excluir que haya quienes propugnen en adelante la política pura y dura de las mayorías aritméticas por muy distintos que sean los principios políticos que defiendan las fuerzas políticas que la forman, mezclando a quienes defiendan los valores y principios constitucionales con los que los rechacen y hasta los combatan.

Lo cierto de todo esto es que el 28 de abril los españoles volveremos a tener en nuestras manos, bien otorgar la mayoría a los que todavía creen en los principios y valores democráticos plasmados en la Constitución, o bien dársela a los que los relativizan y subordinan al único objetivo de la obtención de la Presidencia del Gobierno. A esto debe añadirse que los que están dispuestos a pactar con quien sea para obtener la presidencia del gobierno tienen una visión expansiva de los gastos sociales, frente a la más restrictiva del bloque constitucionalista. Por eso, no está de más recordar las certeras palabras que se atribuyen a Margaret Thatcher, quien advirtió: "No olvidemos nunca esta verdad fundamental: el Estado no tiene más dinero que el dinero que las personas ganan por sí mismas y para sí mismas. Si el Estado quiere gastar más dinero, solo pude hacerlo endeudando tus ahorros o aumentando tus impuestos. No es correcto pensar que alguien lo pagará. Ese "alguien eres tú". No hay "dinero público", solo hay dinero de los contribuyentes".

Allá cada uno con lo que haga con su voto, pero que nadie se lamente después diciendo que ha sido inducido a engaño. ¡Es la propia Constitución como manual de instrucciones para la convivencia democrática y la continuidad del saneamiento económico lo que nos estamos jugando!