Si se sumaran todas las pantallas de televisión del mundo, darían lugar a un muro gigantesco, infinitamente más alto y largo que el que imagina Trump para la frontera entre México y EEUU. Y si a ese muro se le añadieran las pantallas de todos lo móviles y de todas las tabletas en circulación, quizá el muro llegara a la Luna o a Marte, no tengo ni idea, pero resultaría del todo inabordable. Ese muro, aunque fragmentado, existe, y nadie ha conseguido traspasarlo como Alicia atravesó el espejo para contarnos lo que encontró en el lado de allá. Ni idea, en fin, de lo que hay en la trastienda de las pantallas en cuya observación perdemos tanto tiempo.

Estoy de viaje, en un tren que va casi a trecientos quilómetros por hora. La mayoría de la gente permanece absorta en sus ordenadores y demás artilugios de pantalla plana. Yo también. Mi aparato pesa solo unos gramos, pero sus prestaciones podrían medirse en toneladas. No sé si en toneladas de información, de bits, de datos o en toneladas de oscuridad. Puedo usarlo para telefonear, para ver una película, para escribir, para recibir y enviar correos electrónicos, para escuchar música o novelas, para consultar todos los libros del mundo, para comprar ropa o marisco, indistintamente, para programar mi agenda, para jugar, para dejarme recordatorios, para hablar con Siri, para sacar fotografías y vídeos, para ver si llueve en la ciudad a la que me dirijo, para comprobar los quilómetros que anduve ayer, así como las escaleras que subí o bajé, y revisar mi fortaleza cardiaca, para ver la hora, para grabar notas de voz, para ver la tele o escuchar la radio, para realizar una operación bancaria, para componer música, para tomar medidas y llevar a cabo operaciones matemáticas.

Debo de haber enumerado el cinco o seis por ciento de las utilidades que puedo obtener del teléfono móvil. Pese a ello, lo percibo como un muro que me impide atravesar la frontera. ¿Hay alguien ahí, al otro lado? Seguro que sí, y que me vigila, nos vigila, y sabe que me acabo de tomar un ibuprofeno. En otras palabras, vivimos, como el protagonista de El show de Truman: en un decorado con una puerta disimulada no sé dónde.