Cuando estudiaba en Madrid era habitual que tuviera que bajarme apresuradamente de un metro o un autobús mucho antes de llegar a mi parada para escabullirme de hombres que aprovechaban la aglomeración para frotarse sin ningún pudor contra mujeres. Algunas líneas atraían especialmente a estos desagradables froteurs; para evitar que te siguieran, había que bajar en el último momento, muy rápido, para no darles tiempo a reaccionar. Años después descubrí que eso mismo también les pasaba a mis hermanas y a mis amigas. Cada una tenía su técnica para escapar de estos acosadores, como utilizar la mochila a modo de parapeto y hasta de arma, con el pico de los libros orientado estratégicamente a la zona con la que el cerdo de turno efectuaba el contacto. Con el tiempo fui dándome cuenta de que a las mujeres nos pasan otras muchas cosas por el hecho de ser mujeres, pero sin embargo durante años no hemos hablado de ello, como si fuera una realidad paralela, o como si no estuviéramos seguras de que esas situaciones no son ni deben ser normales; como si sufrir determinadas humillaciones fuera culpa nuestra, evidencia de una debilidad que debíamos esconder; o como si ni siquiera supiéramos si en realidad esos episodios nos han pasado o no.

Y la verdad es que es un alivio escuchar a otras mujeres, mujeres poderosas y de armas tomar, decir indignadas que ellas también sienten que no las tratan igual que a los hombres, que a veces las tratan como si fueran invisibles, y que sus opiniones tienen menos valor que las de sus compañeros con atributos masculinos. Reconforta saber que lo que te pasa a ti les pasa a otras, y que no es culpa tuya ni depende de tu carácter o de que te lo hayas buscado. Nos pasa porque somos mujeres. Por eso es tan importante el 8 de marzo: porque nos sirve para hablar de todo lo que nos ocurre, que al fin ha dejado de ser invisible, y para darnos cuenta de que no estamos solas y nos apoyamos. Es alentador ver cómo nosotras mismas y otras mujeres nos cabreamos ante situaciones que ya no consideramos normales ni tolerables. Y que haya hombres que están también en el mismo barco, porque esto de la igualdad es un asunto de todos. El Día de la Mujer pone de manifiesto el enorme reto que tenemos, hombres y mujeres, para incorporar a nuestra vida diaria la igualdad y detectar y arrinconar el machismo, ese caldo en el que nos cocemos a fuego lento desde que nacemos.

El ninguneo, la falta de consideración y el paternalismo en el ámbito profesional; los sueldos más bajos para las mujeres por el mismo trabajo; el acoso en todos los grados posibles; los malos tratos por parte de la pareja o expareja; el miedo a una agresión sexual y a ir solas por la calle; la dificultad para compatibilizar la maternidad y el trabajo porque el peso de la casa y los hijos recae sobre la mujer como una losa; la escasa promoción profesional de las mujeres; la misoginia que impregna todos los ámbitos de la sociedad (y que afecta tanto a hombres como a mujeres)... Son algunas de las cosas que nos ocurren a las mujeres y sobre las que ahora, al menos, hablamos.