Las discusiones políticas que vivimos en España han llevado a considerar casi crímenes de lesa humanidad tanto el alterar el reparto de los recursos públicos entre las comunidades autónomas como el mantenerlo tal y como está. Al cabo a eso se reduce, en gran parte, la discusión acerca del derecho a la independencia. Pero cuando se comparan esos agravios con los que se padecen ahora mismo en países alejados de Europa, hay para sentir vergüenza. Un equipo de investigadores llevó a cabo en 1960 un estudio acerca de las consecuencias de proporcionar a niños guatemaltecos un suplemento de proteínas en su dieta y los resultados fueron espectaculares: se redujeron de forma considerable los retrasos en el crecimiento. Cuarenta años después, los niños (y las niñas) que habían recibido una alimentación mejorada alcanzaron grados más altos de escolarización e ingresos mayores en sus trabajos. Pese a que los beneficios de una dieta mejor en la infancia parecen obvios, se trataba de demostrar de manera científica que es así y el éxito del programa de estudio en Guatemala llevó a que se extendiesen por otras partes del mundo los trabajos de investigación de ese estilo.

El año pasado la revista Nature publicó un análisis de Carina Storrs, periodista especializada en ciencias de la salud, que daba cuenta del estudio realizado por Shahria Hafiz Kakon, investigadora del International Centre for Diarrhoeal Disease Research de la ciudad de Dhaka (Bangladesh) y Charles Nelson, neurocientífico de la Harvard Medichal School de Massachusetts (Estados Unidos), colaborador de la Bill & Melinda Gates Foundation. Se trataba de medir no ya los problemas del crecimiento en sí sino el desarrollo del cerebro en niños que viven en situación de pobreza extrema; algo sobre lo que no se tenía dato alguno excepto en grupos marginales de las sociedades desarrolladas.

El 40% de los niños de ambos sexos de Dhaka sufre retrasos en su crecimiento debidos con toda seguridad a sus condiciones alimenticias y sanitarias muy precarias. Como explica Carina Storrs, los investigadores analizaron el cerebro de bebés de 2 y 3 meses con deficiencias en el crecimiento mediante técnicas manejables en condiciones precarias, electroencefalografía (EEG) y espectroscopia funcional del infrarrojo cercano (fNIRS). Igual que en otros casos de niños de extrema pobreza en sociedades avanzadas, la materia gris de los niños desnutridos era muy inferior a la de un grupo sano de control. Pero lo que Kakon y Nelson intentaban detallar era qué tipo de retraso cognitivo sufrían esos niños y cómo cabía mejorarlo. No se trata solo de completar su nutrición; otros factores, como los de una socialización en peligro por culpa de las depresiones de las madres, deben ser detectados y combatidos. Se me permitirá añadir la conclusión de que la mayor parte de nuestros problemas, comparados con los de los niños de Guatemala o Bangladesh, son ridículos.