El independentismo catalán viene afrontando la batalla dialéctica contra el Estado estableciendo como presupuesto inamovible y sin vuelta atrás el hecho de que dos millones de catalanes se manifestaron hace un par de años por la independencia y que su parlamento declaró la soberanía de Cataluña. Tratándose de hechos probados, cuestionarlos es perder el tiempo y además no son esos hechos lo importante. Lo que de verdad importa es que se sacralicen ambos hechos como fotos fijas, como dogmas eternos e inatacables, de los que se debe extraer la inevitable consecuencia de que los demás, el Estado y España entera, tienen la obligación de facilitar el camino que los independentistas deseen transitar, sea hacia la independencia al contado o a plazos, sea hacia una suerte de confederación de la que obtengan en cada momento aquello que les resulte más conveniente. Arrancan los independentistas de una foto fija e incuestionable que, pretenden, ha de originar necesariamente en los demás el deber absoluto de darles la razón so pena de incurrir en pecado mortal contra la democracia. Esa es la causa de que con el independentismo catalán cabe el diálogo y el apaciguamiento solo si concluyen inexorablemente en la cesión a sus exigencias de cualquier naturaleza. Por eso, confiar en apaciguarlo y ofrecerle diálogo sin estar dispuesto a seguir cediendo, subrayo lo de seguir, es inútil y, sobre todo, un error mayúsculo. Para evitarlo es un sinsentido inútil e innecesario empeñarse en negar la evidencia de los dos millones pidiendo la independencia o de unas declaraciones parlamentarias. Lo que sí es imprescindible es rechazar y combatir desde el Estado que tales hechos se pretendan, como quiere el independentismo, fotos fijas de imposible rectificación, accidentes geográficos como los ríos y los montes, verdades absolutas desde el inicio de los tiempos cuando, en realidad, son logros pacientemente promovidos económica, política e ideológicamente desde el poder durante décadas, que lo mismo que se consolidaron pueden y deben ahora comenzar a diluirse, cediendo y cambiando el discurso y las políticas. Nunca hasta hoy hubo dos millones de catalanes por la independencia, nunca hasta hoy el parlamento declaró la soberanía de Cataluña y, en consecuencia, lo que toca ahora, es rectificar y lo que desde el Estado hay que exigirle de una vez al independentismo es que cambie su discurso, que reconozca que en política democrática no hay más fijeza que la de la ley y la Constitución vigentes.

El Tribunal Supremo certificará la defunción del procés que activó Mas, que sienta en el banquillo a sus promotores y que ha decepcionado profundamente a los millones que, festivamente o no, creyeron que la independencia era cosa de un par de manifestaciones, un par de leyes de ruptura y una DUI solemne y segura de un amplio respaldo internacional. Siguiendo las sesiones del juicio percibo, a veces con claridad y otras entre líneas, cierto tono de rectificación en algunos personajes de relieve. No era nuestra intención, somos pacíficos, nada de violencia, queríamos pactar con el Estado, nos apresuramos y equivocamos el momento, íbamos de farol. Bien está que empiecen a reconocer su fracaso y su error, a rectificar sus objetivos y su discurso y a promover la rectificación en los dos millones de manifestantes. No rectifica, en cambio, el incompetente Torra quien con la inestimable ayuda de Ribó, más de treinta años en el machito lleva el ilustre, ha querido hacer burla del Estado y ha conseguido dos cosas, que la fiscalía tome cartas en el asunto y que VOX aumente sus votos.