Se está extendiendo la idea de que las democracias liberales no van a durar siempre. Está acompañada por la percepción terrible de que los bárbaros han vuelto. Lo hacen con cierta frecuencia, como prueba la historia.

Nada es eterno, aunque venga de los griegos. Pero las democracias, con sus imperfecciones, representan el imperio de la ley. El problema va a ser capear su alternativa: los iluminados peligrosos decididos a abanderar movimientos de gente que supuestamente ha dejado de creer en las viejas instituciones y quiere demolerlas para, a cambio de ello, aceptar la tiranía: los Orban, Duterte, Bolsonaro, Salvini, Putin, Trump y demás gentuza.

David Runciman, empeñado en escribir esclarecedores libros de política, sostiene que esa gente no se ve representada en los parlamentos y en las leyes. Solo cree en las urnas como el mecanismo de relojería desde el que empezar activar la bomba. También es la más propensa a confiar en los charlatanes que proponen soluciones simples para los problemas complejos que afronta la humanidad, al mismo tiempo que dinamita lo que reconoce como élites. Sucedió en Weimar.

La "chaleco-amarillología" es un ejemplo de estas tendencias perturbadas que el populismo promociona para rentabilizar la furia desatada del descontento. Macron reunió durante ocho horas en el Elíseo a 64 intelectuales para analizar la mayor amenaza a la que se enfrenta Francia. Si detrás de ello no estuviera Putin podríamos decir que es la enésima versión nihilista del desafío al establishment.

Es el odio de todos contra uno, como ha dicho Pascal Bruckner, pero un odio alimentado y teledirigido por los nuevos bárbaros.