Un saludo para comenzar esta nueva columna, en los últimos días de este mes de marzo. Artículo que ve la luz en este Día Mundial del Teatro, una disciplina que no deja de interesarme y conmoverme, a pesar de que hace tiempo que no dedico ya tiempo a moverme entre bambalinas. Como sustitutivo, no sin una buena dosis de envidia, me gusta saber de las personas con las que he compartido alguna vez elenco, y que veo con alegría que vuelan alto y bien...

Quizá alguno de los amigos más puristas en el tema teatral me critique si digo eso de que en la vida, y en particular en la vida política española, hay también bastante teatro. Me dirán que no debo utilizar la palabra "teatro" como "acción de fingir", ya que lo primero es cultura y lo otro, directamente, fraude. Y tendrán razón. Pero voy a pedirles licencia, por una vez, para expresarlo así, seguramente porque el significado está claro. Una cosa es la realidad y otra lo que se nos cuenta y de la forma que se nos cuenta. El relato, que dirían muchos ahora. O la intrahistoria, Orwell dixit. El caso es que se nos viene un papelón encima, a toda la sociedad española, a cuenta de las múltiples elecciones donde la confianza en los participantes es un bien bastante escaso, incluso bajo mínimos. Un proceso en el que tal suerte de teatrillo de baja estofa se convierte en la piedra angular de la puesta en escena de quien, con tales mimbres, busca distraer al personal. Y sacar tajada, claro.

En particular, hoy quiero referirme en estas letras a ese fenómeno tan actual, pero tan ensayado ya en otras partes de Europa y del mundo, de las respuestas fáciles, machaconas y repetitivas, a problemas complejos donde no existe ni el blanco ni el negro, y sí una compleja escala de grises. La simplificación dramatizada se convierte así en la herramienta con la que determinadas opciones políticas, populistas y a la vez supremacistas, tratan de arañar votos. Aunque mientan más que hablen. Y aunque sus planteamientos sean, a veces, dignos de ser presentados a Fiscalía, por su cercanía a elementos conceptuales tipificados como delitos en cualquier sociedad que se precie de estar a la altura de los tiempos en que vivimos. Y, en particular, en la nuestra.

Aterrizando más, les confieso que escribo esto a partir de haber estado atento a los últimos movimientos de Steve Bannon, autodenominado estratega de la campaña de Trump, efímero en Washington y claramente sobrevalorado y jaleado por la prensa aquí, en Europa, a pesar de que no diga mucho más que bastantes burradas y claras salidas de pata de banco, incluido el titular dado en algún tabloide de que "Salvini y Orbán son los políticos más importantes hoy en Europa" (sic). Pero lo cierto es que, nos guste o no, Bannon tiene relación con el auge del populismo en países como Italia, y puede tenerla también con lo que ocurre y ocurrirá en España. Un auge que hace peligrar no solo el proyecto comunitario, sino la misma convivencia, a partir de una estrategia donde están presentes la mentira, un trabajo enorme en redes sociales y noticias falsas en las mismas de una forma metódica e intensa, simplificando tanto los mensajes que respuestas a problemas complejísimos, con intervenciones y soluciones muy sofisticadas, quedan así reducidas a una mera pantomima. A un remedo de los mismos. A un absurdo fácilmente comprable desde el hastío, la ignorancia, o la mera rebelión por la rebelión.

No cabe duda de que nuestra democracia es imperfecta, y que hay muchos temas que no acaban de resolverse, con la connivencia o la pasividad de las formaciones políticas más o menos tradicionales. Pero esa no puede ser la excusa para que otros actores, sin mayor discurso que el "todo vale para poner la casa patas para arriba", introduzcan ideas involucionistas, nada afinadas conceptualmente y generadoras de exclusión, y sin esgrimir verdaderamente mayor programa electoral que ideas caducas, supremacistas y, como diría alguno, "tener a España en el corazón". Una sociedad moderna ha de resolver retos concretos, anticipándose a los problemas y ofreciendo soluciones y no conflictos, dogmas o la erosión de las tan necesarias pluralidad y libertad.

Es por eso que, por mucho que nos lo repitan, los problemas complejos no tienen soluciones fáciles. Hay que trabajar, no cejar en el empeño de dialogar, aprender siempre e ir testando elementos que pueden ser parte de tales soluciones, siempre con el necesario feedback de tal aprendizaje y, nunca me cansaré de repetirlo, con el mayor consenso posible. Desconfíe usted del que "arreglará el país en tres días". Eso, si se lo dicen en la taberna, es chanza o bravuconería, según cómo y de quién venga. Si se lo cuenta un político, solamente se trata de tal teatro. De ese que no merece ser llamado así. Y menos en días como el de hoy, Día Mundial del Teatro. Del verdadero, que es cultura, va en serio y merece respeto.