Ninguno de los parlamentarios suizos vive de la política. Sus tareas legislativas se retribuyen con dietas, por la asistencia a las sesiones de las cámaras federal, cantonal o municipal. Salvo los ministros, nadie cobra allí un sueldo ni desempeña en exclusiva labores representativas, que raramente alcanzan dedicación superior a la mitad de una jornada laboral normal. En la democracia que lidera los principales índices de progreso social y económico del planeta, diputados y senadores han de contar con su propio trabajo para sobrevivir, al no existir políticos profesionales.

De esta experiencia helvética se extraen algunas lecciones. Con un sistema así, para empezar, resulta secundario el debate sobre el número de personas que dependen de la cosa pública, al tratarse de funciones a tiempo parcial, adicionales a las ocupaciones que se deben tener para mantenerse. En segundo lugar, está el dato clave de que para ser político se precisa poseer un empleo no solo previo sino simultáneo a los quehaceres legisladores, lo que naturalmente aleja de estos ámbitos al paniaguado o al que persigue encontrar un chollo en la política. Esto último enlaza también con las habituales contiendas internas de los partidos, en ocasiones auténticas reyertas barriobajeras, tantas veces originadas por la adquisición o mantenimiento de nóminas imposibles de obtener fuera de los hemiciclos, algo impensable en Suiza.

Un modelo como este, además, facilita el acceso a la vida pública de aquellos con vocación de servicio a la comunidad y que no pueden permitirse el lujo de abandonar del todo sus trabajos principales. Por no citar la formidable oportunidad que se brinda a los partidos y al electorado de poder formar listas abiertas con quienes demuestran a diario en sus oficios o profesiones condiciones apropiadas para contribuir a la gobernabilidad de un territorio.

Trasladar algo así a España, la nación con mayor número de cargos de Europa, constituye una quimera. Ni aquellos que postulaban con vehemencia acabar con la "casta política" han hecho otra cosa que tratar de formar parte de ella, en lugar de sugerir cambios estructurales como este de los políticos milicianos suizos, que traería indudable aire fresco a las instituciones. En cambio, el discurso se centra hoy en las dichosas "puertas giratorias", que parten del sofisma de que el político deba vivir solo de la política y no utilizarla como un trampolín para conseguir una mejor colocación tras su cese, algo que en otras fórmulas que funcionan en el mundo carece de sentido al sostenerse el político con su propio salario y nunca de sus actividades en las asambleas legislativas, que son para él una mera afición que colma sus inquietudes personales.

Con frecuencia se olvida que nuestros Estados cuentan con empleados públicos encargados de poner por obra las directrices políticas. En nuestro caso, dos millones y medio de funcionarios. De los políticos solo hemos de esperar que acierten en esas orientaciones, impulsándolas, debidamente asesorados y asumiendo sus propias responsabilidades de dirección.

Por eso, no siempre resulta imprescindible ni exigible su dedicación a horario completo, lo que suele acentuar precisamente su desconexión de la realidad ciudadana, con paralela desafección social hacia la política.

No puede ser que la democracia sea tan cara, me comentó meses atrás un ilustre colega. Sin duda, el ejemplo suizo nos proporciona alguna pista sobre cómo ajustarla a parámetros razonables, y mucho más si la aprovechamos también para regenerar la vida pública con quienes solo ambicionan servirla y no servirse de ella.