Si hemos de creer a los encuestadores profesionales, la liquidación definitiva del bipartidismo se va a traducir electoralmente en un Parlamento en el que será muy complicado formar una mayoría de Gobierno. Por la derecha, parece improbable a priori que PP, Ciudadanos y Vox reúnan los escaños suficientes para ello. Y si llegaran por muy poco a alcanzarlos es cuestionable, por razones de imagen ante Europa, que los dos primeros, sobre todo Ciudadanos, aceptasen la presencia en el Gobierno de la extrema derecha. Aunque está por ver si darían el visto bueno a un ofrecimiento de votos en el Parlamento que no supusiera condiciones demasiado onerosas a cambio. Y por lo que refiere a la izquierda, la situación es parecida. Los encuestadores profesionales dan por descontado una mayoría relativa del PSOE, que precisaría de la ayuda de un Podemos declinante, del PNV y de los nacionalistas catalanes para formar un Gobierno en el que el señor Pablo Iglesias (el de Podemos, claro) ya ha pedido entrar a expensas de conocer cuántas carteras ministeriales le corresponden. Una perspectiva incómoda para el PSOE, que seguramente preferiría tener por socio a Ciudadanos en vez de a los podemitas y a los independentistas catalanes; justamente esos a los que la derecha le acusa de haber vendido su alma al diablo a cambio de una temporada residiendo en La Moncloa y viajando en el Falcón con cargo a los Presupuestos del Estado. Un argumento demagógico y simplista, pero que debe de resultar eficaz para cierta clase de público porque lo oímos a diario. El panorama, sea cual fuere la fórmula que se escoja, se presta a la bronca parlamentaria y no hay que ser adivino para profetizar que seguramente la tendremos con más frecuencia de lo que sería deseable. Y todo eso con las elecciones municipales y autonómicas a la vista. Aunque lo más preocupante, según los analistas, es la irrupción de Vox en el panorama político español. A Podemos y a Ciudadanos ya los habíamos asimilado y en el juego a cuatro con los nacionalismos periféricos estábamos bastante cómodos, pero el partido de Abascal ha venido a agitar las aguas. Solía darse por sentado, desde el principio de la Transición, que en España no había una extrema derecha y si la había estaba toda ella instalada en el seno del PP. Y solía decirse también que esa labor de acogimiento había de agradecérsela al fundador del partido, Manuel Fraga Iribarne, un antiguo ministro franquista que después de una estancia en Londres como embajador había regresado a Madrid convertido en un intachable político tory. Por supuesto, era una versión interesada de la realidad porque antes de Vox tuvimos también a la Fuerza Nueva del notario Blas Piñar que ganó escaño en las primeras elecciones democráticas. Y junto con él y bajo las siglas del PP (entonces todavía AP) a destacados prohombres de la dictadura franquista. Extrema derecha la hubo desde siempre en España y no hay que asombrarse ahora de que se visibilice más con Vox. Al fin y al cabo, España fue el único país europeo (después del fin de la Segunda Guerra Mundial) donde gobernó la extrema derecha hasta la muerte de Franco. Con el consentimiento, y la complicidad, de las llamadas grandes democracias.