Asistí el otro día en Málaga a un debate en torno a la mujer en el periodismo en el que se habló mucho de eso que algunos llaman "el techo de cristal".

Nunca se ha hablado tanto como últimamente de esas barreras, muchas veces invisibles, que limitan el ascenso laboral de las mujeres cuando son como mínimo la mitad de la población.

Una de las intervinientes se declaró harta de que siempre se recurriese en los medios a ese tópico, como si el problema fuera, por ejemplo, que hacen falta más Anas Botín en nuestra banca.

Es solo un pretexto, dijo, para no hablar de algo mucho más indignante que el hecho de que no haya más mujeres en la cúspide empresarial como es la precariedad laboral, la continua discriminación y la pobreza, que afectan a aquellas mucho más que a los varones.

Y eso no depende de que haya más mujeres dirigiendo bancos o en el consejo de administración de las empresas, agregó la discrepante, que puso como ejemplo el caso de mujeres que se han comportado igual o peor que muchos hombres a la primera ministra británica, Margaret Thatcher.

Thatcher, la mujer para quien no existía la sociedad sino el hombre o la mujer individuales, tan admirada por el presidente estadounidense Ronald Reagan y nuestro Partido Popular, hizo, como se sabe, una guerra despiadada contra el movimiento sindical británico.

Últimamente parece que está de moda colocar a mujeres al frente de los ministerios de Defensa, pero ¿representa ello algún cambio profundo en las estructuras o en la mentalidad de nuestros militares o se utilizan solo como florero?

También se discute continuamente del movimiento conocido como MeToo, que denuncia la agresión y el acoso sexual que sufren muchas mujeres en el mundo del espectáculo o los deportes por parte de quienes están en situaciones de poder.

Pero poco tiene que ver ese movimiento con la discriminación que padecen diariamente las mujeres en la vida laboral y social, especialmente las más humildes, que son al mismo tiempo siempre las más indefensas, y ello, lo mismo en Occidente que en los países en desarrollo.

A veces no son los hombres los responsables directos de tal discriminación, sino también mujeres que ocupan posiciones de poder, han asumido perfectamente las pautas de comportamiento de una sociedad tradicionalmente patriarcal y clasista y tratan así a sus congéneres.

Para luchar con éxito contra ese trato desigual y profundamente injusto no basta con que haya unas pocas mujeres más en puestos directivos, sino que hace falta que ésas alcancen una masa crítica que resulte en un cambio de estructuras y de mentalidad.

Actualmente, por ejemplo, solo un 4 por ciento de las mayores 200 empresas alemanas están dirigidas por mujeres, y esa desigualdad entre los sexos se da también en el sector social: de las seis asociaciones benéficas de ese país, donde trabajan miles de mujeres, solo la Cruz Roja está dirigida por una mujer.

Y eso ocurre también, por ejemplo, en la enseñanza, en la política, en la ciencia, y también en la medicina, donde, a pesar de que son muchas más las mujeres que los hombres que acaban sus estudios, y además con mejores notas, muy difícilmente ocupan luego puestos importantes en los hospitales o clínicas universitarias.

Es cierto que muchas veces son las propias mujeres las que no aceptan el mundo fuertemente competitivo del patriarcado, que muchas prefieren no trabajar a tiempo completo para dedicar más tiempo a la familia o a cultivar su jardín, pero eso no cambia las cosas.

Hace falta un cambio completo de mentalidad, lo que no va a conseguirse solo con unas pocas mujeres más en los puestos de mando. Sobre todo si esas reproducen las mismas pautas.