Buenos días, queridos y queridas. No les sorprenderé si lo primero que les digo „y deseo„ es que estén ustedes fenomenal. De eso se trata. Y conste que no me refiero solamente a la salud, siendo esta importante. Ojalá se cumplan sus aspiraciones, y puedan percibir algo de lo que se ha dado en llamar felicidad, que no es más que una colección de momentos puntuales de paz, sosiego y alegría, siendo la meta el propio camino, sin más. No aspiren a un mañana mejor, difiriendo tal estado a un supuesto Eldorado que llegará. Traten de vivirlo ahora, a poquitos, suavemente, porque el presente es de lo que disponen. El futuro no existe a priori, siendo solamente una forma que tenemos, abstracta, de denominar a los presentes que vendrán... Si vienen.

¿Y por qué me pongo ahora en modo Manual de Autoayuda?, me preguntarán. Pues porque el tema que voy a tratar hoy tiene que ver „mucho, muchísimo„ con esto. Pero ¿no iba a hablar de los agujeros negros, según reza en el título? Pues no les ocultaré que me encantará hacerlo en otra ocasión, en la línea de lo que explicaba ayer a mis alumnos de Física de 2º de Bachillerato, pero no... Ahora me referiré a otro agujero negro, si cabe mucho más profundo e inquietante que el que han conseguido fotografiar científicos de todo el mundo, merced a la participación de ocho grandes instalaciones y de una reconstrucción vía software realmente digna de mención. Ya lo trataremos...

Voy a hablarles del agujero negro al que se refería Andrés, el chico proveniente de A Coruña que se suicidó en Madrid después de sufrir episodios de acoso en su instituto. Un agujero negro que, en sus palabras, era lo único que tenía por futuro. Los medios de comunicación han publicado la carta que dejó cuando tomó la drástica decisión de tirarse por la ventana, y que es un documento vivo y descarnado que nos ofrece generosamente a toda la sociedad. Ojalá ese agujero negro tenga el poder de, consumada la desgracia para esa familia, cambiar el devenir de las cosas para otras muchas. Y es que, ante el acoso, los educadores tenemos que practicar el consentimiento cero, sin que quepan otras actitudes. Pero claro, para eso primero hay que detectarlo. Y no es fácil, aunque se pongan en ello todos los sentidos.

Hay acoso al diferente. Hay acoso reactivo para intentar proyectar en los demás las inseguridades de los acosadores. Hay acoso incluso por hastío, porque algunos chavales absolutamente desconectados de los contenidos propuestos en el currículo no saben qué hacer en seis horas. Hay acoso en tantas modalidades como personas. Y hay acoso disfrazado de colegueo, en el que el primero en decir que no pasa nada es una víctima que a veces se siente así parte del grupo, aunque en otras ocasiones esté a punto de llorar. Pero todo es acoso, siempre una relación asimétrica, con víctimas y verdugos.

Lo de Andrés es una pena. Que no pudiera ser detectado, una desgracia. Que él no hubiese desarrollado mecanismos que le impulsasen a pedir ayuda, otro motivo de tristeza. Y que, finalmente, hubiese tomado la decisión del suicidio como única respuesta ante tal agujero negro, un desastre. No cabe duda de que este es un fracaso para toda la sociedad.

Ya les he contado que a mí, sin ir más lejos, las novatadas vividas en el Colegio Mayor San Clemente en el curso 1986-1987, me marcaron profundamente. Y no porque las hubiera vivido yo, que me planté y dejé las cosas claras el primer día, lo cual me llevó a un ostracismo que no es sino otra forma de enorme acoso. Las viví en las carnes de mis compañeros, que regresaban llorosos en plena noche después de haber sido obligados a bastantes despropósitos por gentes que hoy son abogados, médicos o farmacéuticos respetables, por poner un ejemplo, y que se comportaban como verdaderos acosadores, de libro, en tal tesitura. A mí, sin ir más lejos, me cambió mi vida por no poder centrarme temporalmente en mis estudios y porque, superada la situación un año después, decidí aún así cambiar de aires y renunciar a la plaza y beca que tenía para toda la carrera y el doctorado por mis resultados académicos. Bueno, quién sabe qué habría ocurrido si hubiese seguido allí. Pero aquel comportamiento de unos cuantos, que llegaban borrachos al Colegio Mayor casi cualquier día de la semana ante la pasividad de quien tenía la competencia de organizar mejor aquello, deformó mi idea de Santiago en una larga etapa. Por suerte, con los años he vuelto a recuperar mi gusto por tal ciudad, por el Campus Sur y por todo lo que aquello representa. Pero les aseguro que montarme en el tren cada domingo, dejando mi casa y a mi familia en A Coruña, para reunirme con aquellos energúmenos gritones y salvajes por el hecho de ser uno, dos o tres años mayor que tú, para mí implicaba también un cierto agujero negro. Por eso entiendo a Andrés, y me entristece tanto, tantísimo, todo lo que ha ocurrido.

Acosar es siempre algo grave, que parte de un desequilibrio del acosador. Respetar a los demás es la primera piedra en la construcción de cualquier personalidad sana. Es por eso que debemos dar lo mejor de nosotros mismos en detectar y parar conductas graves, que a veces llevan a resultados catastróficos.

Lo siento, bien que lo siento, Andrés. Una desgracia colectiva.