A mi ciudad, una vez más, se le han desatado la luz y el azahar. Ocurre primavera tras primavera en este Sur con vocación de esquina final de un viejo mundo cada vez más viejo donde, siempre por primavera, florecen de pronto los naranjos y los fervores y andan las gentes por las calles estrenando luna llena y cargando una escalera "para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno", como nos hizo ver Machado.

Y yo, como siempre, desubicado, extraviado, traspapelado en mí mismo, como si de pronto mi reino no fuese de este mundo, que acaso no lo es, que acaso nunca lo ha sido.

No soy un hombre de fe. Tampoco soy un hombre de ciencia. El presupuesto que tenía lo invertí en ser un hombre de conciencia y lo demás lo gasté un poco en el amor y otro poco en la amistad, que son panes de la misma hornada.

Así que otra vez, empezada la primavera, me encuentro desnortado. Mientras la mayor parte de mis vecinos decide convertir la ciudad en algo así como una catedral externa invadida de militares y capirotes, de tambores y cornetas, del olor dulzón y levemente narcótico del incienso, con cristos y vírgenes a porfía (sí, no nos engañemos, disputando entre ellos a ver quién es mejor, quién más milagroso, quién arrastra más devotos), toda esa parafernalia barroca que tanto motiva y tanto gusta, a mí me entra una pereza infinita, una astenia tan inmensa que no me veo con ánimos de buscar una escalera, pero sí una puerta de salida.

Porque yo empiezo siempre las primaveras sin escalera, sin un sagrado titular que llevarme a la plegaria ni a la saeta, sin enamorarme de la doliente amargura de una Virgen o el piadoso martirio de un Cristo. Yo empiezo siempre las primaveras a trasmano, herido de cansancio y agnosticismo, un poco contrariado porque no hay quien pasee por las calles que me gustan, ni quien se pueda parar en una esquina a escuchar el rumor de la tarde porque está todo lleno de fervor y de fiesta, no sé si a partes iguales (y tal vez medirlo diera alguna sorpresa). Yo empiezo las primaveras equivocado, contrario a mi tiempo y a mis paisanos y a mi cultura, quizás traidor a todo cuando se supone que debo ser y sentir por haber nacido andaluz y malagueño.

Así que aquí estoy, sin escalera ni fe ni ciencia, solo con una conciencia que no aspira al perdón y que, como la primavera, todo lo confía a la luz.