Al grito de "¡Más banderas: esto es la guerra!", la campaña electoral se ha llenado de pendones y estandartes que evocan el paisaje de alguna vieja batalla, preferiblemente del 36. Bandera viene de banda, lo que acaso explique la tumultuosa afición de los partidos a envolverse en ellas.

Entre las bandas y bandos en conflicto por el poder hay quien opta por identificarse con la bandera de España, que no es exactamente de partido. Los jerarcas de Vox, por ejemplo, la van poniendo por todas partes, en involuntaria imitación de los hábitos de cierto general que en su día la colocó hasta en los estancos. La decisión tenía su lógica. Aquel tabaco con estacas „Celtas, Bisonte, Ideal„ era con toda exactitud una labor patriótica que solo los varones más aguerridos se atrevían a fumar.

Los populares „que cada vez lo son menos, si hemos de creer a las encuestas„ manejan con parecida soltura la enseña nacional y constitucional, si bien no llegan al nivel de sus competidores de la derecha más extrema. Cierto es que no dudaron en repartir cuatro mil banderas para celebrar el día de la toma de Granada por los Reyes Católicos, pero seguramente se trató de un exceso de celo. Incluso ellos deben de saber que la rojigualda no existía en tiempos de Fernando e Isabel, sino que fue diseñada algunos siglos más tarde por encargo de Carlos III como pabellón de la Armada.

Por no ser menos, el socialdemócrata Pedro Sánchez se presentó en su día al público con su esposa y un banderón de tamaño XXL como fondo, al modo de las parejas presidenciales estadounidenses. No ha reincidido en ese hábito, quizá para evitar malentendidos con los nacionalistas de la periferia, a los que nunca sabe uno si tendrá que recurrir en caso de insuficiencia de escaños.

También el líder de Podemos, que es partido muy de símbolos, suele usar las banderas como elemento de identificación emocional, aunque en su caso sean plurinacionales de acuerdo con su programa. Un día actúa de abanderado de Canarias y al siguiente se presenta en Euskadi con la ikurriña en la mano. Aún le quedan quince más para agitar, si no quiere establecer agravios comparativos entre unos y otros reinos autónomos.

En realidad, cualquier mitin de los de Iglesias es un tratado de vexilología: la disciplina que estudia y clasifica las banderas, estandartes y pendones. Suelen verse en ellos banderas republicanas, rojas de la hoz y el martillo, multicolores del movimiento LGTBIQ, moradas en representación del feminismo. Todo un arco iris que da colorido a esas misas laicas para devotos que suelen ser los mítines.

Sobra decir que los nacionalistas periféricos utilizan las suyas a mares que, en el caso catalán, lo son de olas rojas y amarillas por la coincidencia de color, un tanto enfadosa, con la del Reino de España. Los Ciudadanos de Rivera, más sintéticos, han diseñado un corazón en el que caben la bandera constitucional, la de Europa y la de la autonomía que toque.

El resultado de tan copioso despliegue de pendones a cargo de las bandas lo sabremos, en teoría, el próximo día 28, pero eso es lo de menos. El combate, como de costumbre, lo ganarán los chinos, que son gente imparcial a la que le da igual fabricar en sus talleres la bandera de España que la senyera, la ikurriña y la arcoíris, o ponerse morados a vender estandartes feministas. Pragmáticos como son, han entendido mejor que nadie que, detrás de las banderas, siempre hay quien esquilme las carteras.