Recuerdo que cuando vivíamos el momento álgido de aquella burbuja inmobiliaria de la que parece que ya nadie se acuerda, y cuya explosión en infinitos pedazos destrozó el corazón, ingenuo, y la palustre economía de este país, toda la gente con la que hablaba parecía saber que el desastre se avecinaba y era cuestión de días, meses o años, para los optimistas (que siempre los hay), que todo aquel tinglado montado sobre el vacío más terrorífico e idiota (en realidad el terror provenía más de la idiotez que del vacío) saltase por los aires o se desvaneciese como en un torpe truco de magia. Recuerdo las acaloradas conversaciones a la mesa de las cenas de entonces. El vino, la juventud y la amistad nos daban la razón, pero los bancos y los políticos nos la negaban; también los idiotas con traje, y narices empapuzadas de polvos blancos, que iban por ahí como cruzados en nombre del dios mercado y su milagro de la autorregulación. Había quien compraba un piso por, digamos cien mil euros, y a los seis meses lo vendía por ciento cincuenta mil. Todo valía, porque los bancos eran unos auténticos forajidos, y a esa clase española que es la gente corriente, de pronto le dio por creer, a lo bestia, en dios (en el del mercado y en ese otro que dicen que ya proveerá). En fin, la historia es bien sabida. A los forajidos se les rehabilitó con el dinero de la clase corriente y a los muy creyentes se les ofreció purgar a base de bien, (además siempre les quedaría la semana santa).

Para colmo, a quienes nunca se nos ocurrió comprar un piso (los tontos que tiramos el dinero en un alquiler) no han dejado de ponernos trabas legales y tratarnos como posibles delincuentes desde entonces. He tenido caseros que parecían estar haciéndome un favor por dejarme habitar su propiedad a cambio de un montón inaudito de euros. He visto y sigo viendo pocilgas en las que no viviría ni gratis con unos precios de arrendamiento que son de juzgado de guardia. Y, ¿qué hemos aprendido de todo esto? Nada. En A Coruña, por ejemplo, el precio de la vivienda ahora mismo es un chiste. Pero un chiste idiota, como aquella burbuja y la que seguramente esté, de nuevo, en camino. Hipotecas que solo podría pagar, quizá, un ministro con sueldo vitalicio, y alquileres que rozan y superan el muy famoso salario mínimo que, perdonen la expresión, no llega a cobrarlo ni dios, al menos con un solo trabajo o en una jornada de trabajo normal, esa que debería permitirte ser persona, y no solo un idiota factor de producción.