El éxito español hasta ahora ha sido salir de la crisis con sueldos de hace 10 años, tener a la mitad de los hijos viviendo en casa hasta los 29, sostener ese andamiaje de dos generaciones con la pensión de los abuelos, que en seguida dejará de estar garantizada, aunque no lo sabremos hasta que pasen las sucesivas elecciones porque la verdad es veneno para las urnas, como las historias de final infeliz lo son para las taquillas.

Hay millones de españoles flotando en la precariedad al borde de la hipotermia y miles de mujeres sin hijos hasta la frontera de los 40. Son afortunados los que pueden entregar una parte alta del sueldo para tener un techo, en propiedad o en alquiler, porque, por abajo, varios millones de personas malviven de subsidios y chapuzas.

No parece que ofrezcamos más futuro que seguir trabajando, especulando y vendiendo en el negocio de estimular la melanina de los pálidos vecinos del norte, que son capaces de hacer muchas más cosas, quizá porque en sus países está nublado la mayor parte del mal tiempo.

Sin más alegría electoral que la promesa de bajar impuestos -sin que importe que eso termine con lo que queda de lo que apreciamos de la sociedad- no extraña que el voto no acabe de decidirse para dónde ir y esté siendo un secreto para sus propios votantes, como sucede con algunos vicios inconfesables y algunos placeres culpables.

Están desconcertados los encuestadores porque lo están los votantes que creen que se trata de coincidir con la papeleta del ganador porque confunden el colegio electoral con la casa de apuestas; los que se suman al voto útil, que es útil para el que lo utiliza y los aspiracionales, esa gente que vota por lo que quiere ser y no le dejan ser aquellos a los que vota.