Hay en ciertos países orientales, especialmente Japón, una curiosa tradición que consiste en reparar objetos rotos con oro llamada Kintsugi. Cuando una pieza de cerámica se rompe en pedazos, en vez de tirarla o tratar de repararla sin que se note, se opta por resaltar con metales preciosos las grietas y los huecos dejados por el destrozo. Las cicatrices no se ocultan sino que cobran protagonismo porque son ya parte de la historia de ese objeto y no hay nada de lo que avergonzarse. Platos, jarras y vasos reparados por esta técnica, a la que muchos llaman "arte", adquieren un nuevo tipo de belleza y algo que solo dan las imperfecciones: personalidad.

Pasado el primer shock que afectó a medio mundo la noche que ardió Notre Dame, a los pocos días empezaron ya a circular propuestas para su reparación con materiales modernos e ignífugos como acero y cristal, y estéticas contemporáneas de líneas limpísimas en abierto contraste a las gárgolas góticas y a las sucesiones de santos con toga. Faltó tiempo para que algunos se rasgasen las vestiduras mientras otros clamaban que nuestro tiempo también tiene que dejar su huella.

Estando de acuerdo con esto último, no pude evitar un estremecimiento al recordar aquella intervención de los noventa en el Teatro romano de Sagunto, en la cubrieron completamente las gradas del siglo I con piezas de mármol blanco cortadas a máquina, convirtiendo las bellas ruinas en una especie de cuarto de baño hortera y desproporcionado.

Despropósitos aparte, lo cierto es que la superposición de estilos ya viene de fábrica. Cualquier catedral que se precie tiene cientos de años y un buen número de modas a sus espaldas. Las vemos como un todo armonioso por fuerza de la costumbre, pero es seguro que en su momento se produjo más de una bronca subida de tono entre viejos defensores del gótico y jóvenes fans del barroco deseosos de llenarlo todo de querubines, hojas de parra y pegotes de pan de oro.

Sin irnos tan lejos en lo temporal y sin salir de París, quienes se indignaron cuando, en 1989, I.M. Pei plantó una pirámide de cristal ante el mismísimo Museo del Louvre, aún hoy mueven con desagrado la cabeza y, treinta años después, no es raro seguir encontrando a visitantes discutiendo si "pega" o "no pega" con el entorno de la pinacoteca más famosa del mundo.

En este debate sobre la futura reparación de Notre Dame de París, se ha abierto también otra caja de Pandora: la propuesta de aprovechar la ocasión para aminorar la presencia de símbolos cristianos en una catedral que en la noche de la destrucción y las llamas, desde los que militan en otras fes, hasta los que no tienen ninguna, clamaban con dolor que Notre Dame también es suya. En la Europa de la burocracia, los debates fatuos, de la autocrítica exacerbada, de las tensiones con las comunidades islámicas y los desafíos ante las migraciones, es una cuestión que generará más de un roce y lanzará un mensaje sobre la postura de nuestro tiempo ante cuestiones trascendentales. Una catedral que es una iglesia, pero también un símbolo para millones de no cristianos de arte, belleza, civilización, pensamiento, historia y libertad.

Las autoridades han anunciado ya que se convocará un concurso. Será la oportunidad de una vida para alguien, su ocasión de pasar a la posteridad. Será también algo más que un desafío arquitectónico o estético: el mensaje de nuestra generación para las que vendrán detrás. Con suerte, nuestra grieta de oro.