Una noticia sobre la expansión industrial de Orbea, la empresa vasca que empezó a fabricar bicicletas allá por 1926, me trae a la memoria la pasión juvenil por esa clase de vehículos. En los años de la larguísima posguerra tener una bicicleta era un signo exterior de muchas cosas, algunas contradictorias. En las familias proletarias la bicicleta era el instrumento necesario para que el cabeza de familia, normalmente un hombre, se desplazase a tiempo a un trabajo relativamente lejano. En las familias burguesas, la bicicleta, en cambio, era un premio para los adolescentes que se hubiesen portado bien en casa y en el colegio. De hecho, hay dos magníficas películas que reflejan esa realidad. Una italiana, El ladrón de bicicletas, dirigida por el gran Vittorio de Sica y estrenada en 1948, está considerada como una de las mejores películas de todos los tiempos. Cuenta la historia de un obrero dedicado a pegar carteles al que le roban la bicicleta, un vehículo imprescindible para moverse con agilidad por las calles de Roma. El hombre, ayudado por un hijo pequeño, recorre la ciudad con la esperanza de encontrar al ladrón. Tras muchas caminatas lo consigue pero no puede probar, por falta de testigos, que la bicicleta sea de su propiedad. Al final, desesperado, cae en la tentación de llevarse otra que parecía abandonada, lo que, al ser descubierto casi le cuesta la detención y la cárcel. En definitiva, una obra cumbre de lo que se llamó el "neorrealismo" italiano. La otra película, española, Las bicicletas son para el verano, fue dirigida por Jaime Chávarri sobre una pieza de teatro escrita por Fernando Fernán Gómez, y describe la vida de una familia burguesa en un chalé cercano a Madrid durante los años de la Guerra Civil. Una contienda que nadie creía que pudiera durar tres años horribles. Aquí, la bicicleta es el premio que uno de los hijos reclama del pater familia alegando que ya solo le falta aprobar una asignatura para terminar el Bachillerato. A los primeros meses de esperanza en un rápido fin del conflicto le siguen noticias cada vez más preocupantes hasta que todo se hunde en la tristeza y la escasez. Mi infancia y adolescencia fueron escenarios de infructuosas peticiones de compra de una bicicleta so pretexto de buen comportamiento. Pero mi padre, que era cirujano, se opuso a concedernos ese deseo so pretexto de los peligros de accidente. Y al efecto ilustraba la negativa con ejemplos prácticos de intervenciones suyas para atender lesiones de todo tipo. Así pues, mi relación con las bicicletas fue obligadamente clandestina, bien mediante préstamo de los amigos que la tenían, bien mediante alquiler en alguno de los talleres dedicados a su reparación. En la ciudad donde resido, había una empresa de venta y alquiler que se llamaba Cachaza y era muy famosa entre los niños. Y en Luarca, donde pasaba los veranos mi familia, había otra de Martín Villalaín en la carretera de Galicia. Disfrutábamos mucho montando aquellas bicicletas clandestinas y afortunadamente no se produjo ningún accidente de importancia fuera de alguna caída o de un rasponazo. Y las bicicletas tampoco sufrieron demasiados desperfectos. Las había de dos marcas, la Orbea y la BH. Las dos vascas, y la segunda de ellas se llamaba así por los hermanos Beistegui.