Les ruego que reparen ustedes en estas palabras del psiquiatra y divulgador Luis Rojas-Marcos, tenido por una eminencia en lo suyo, en una entrevista que concedió a la periodista Luz Sánchez-Mellado: "Para mí la palabra más importante es 'cuéntame', pero para eso tienes que estar dispuesto a escuchar, y eso no siempre sucede". No, no sucede siempre. Ignoro si hay estadísticas al respecto, pero mi impresión es que el personal se muestra cada vez más proclive a la cosa de "contar" que a la cosa de "escuchar". Los recientes debates electorales y lo que uno padece a diario cuando trata de entablar conversación creo que bastan para concluir que eso de prestar atención a lo que se oye, de dar oídos, de atender a un aviso, consejo o sugerencia va cayendo en desuso y en picado. El "cuéntame, que te escucho" agoniza en favor del "escúchame, que te cuento".

Además, hay veces en las que solo pocos o uno atienden y valoran. Alguna vez he relatado la anécdota que tiene como protagonistas a un antiguo presidente de los Estados Unidos, de cuyo nombre no consigo acordarme, y al coetáneo embajador de México en Washington. Resulta que al mandatario yanqui le habían diagnosticado una enfermedad terminal la misma mañana en que debía recibir las cartas credenciales de los nuevos miembros del cuerpo diplomático. Su ánimo, por lo tanto, no era el mejor. Sin embargo, se trataba de un hombre aguerrido y firme ante la adversidad, amén de dueño de un sentido peculiar del humor que se dispuso a ejercer ante los bisoños embajadores, ahora que ya su vida política y su vida biológica „digámoslo así„ tocaban a su fin y, por lo tanto, todo le importaba un rábano. De modo que se propuso saludar a cada uno de ellos con la misma y desconcertante frase, a ver qué pasaba: "Embajador, acabo de asesinar a mi madre". Los altos funcionarios iban pasando uno a uno, nerviosísimos, ajustándose los fajines o como se llame lo que se ajustan los altos funcionarios. A todos los recibía igual el mandamás imperial: "Embajador, acabo de asesinar a mi madre". Y uno a uno „azorados y temblones ante la presencia de aquel gigante de la política„ los noveles no escuchaban, solo soltaban sonrientes el discurso que traían preparado de casa: "En nombre de mi país, es para mí un honor estrechar los tradicionales lazos de amistad", etc. Salvo uno, el mexicano, quien sí escuchó, congeló su sonrisa, adoptó una expresión cómplice y susurró con sumisa picardía al oído de su interlocutor: "Seguro que se lo tenía bien merecido, señor presidente".

También hay muchas otras veces en que lo sinsustancial es lo único que se transmite. Como en una tira cómica muda del humorista bordelés Sempé que me permito describirles. Una mujer presencia una catástrofe: el derrumbe de un hotel en remodelación y en llamas. Se desploman los andamios, caen al vacío albañiles y pintores, algún cliente salta despavorido por la ventana. A toda prisa, huye una pareja „hembra y varón„ que salía del edificio. La mujer que observaba el accidente parte asimismo a la carrera en busca de una comadre a la que „según supone el lector„ va a relatar la tragedia. Pero no. Lo que le cuenta es que ha visto salir del hotelito a Fulanita con Menganito, hecho ante el cual las dos se hacen cruces y espantan. Lo noticiable era para ambas el adulterio, no el siniestro ni las muertes, tan secundarios.

La banalidad se ha merendado la comunicación de lo esencial. Únanle a ello el desinterés por escuchar y ahí tienen ustedes tanto un debate entre candidatos como una charla de café. Dime lo tuyo rápido, acaba pronto, que quiero colocar mi propio rollo vacuo. Yo, mí, me, conmigo. Al contexto, a la paciencia, al talante comprensivo se los han comido las prisas y su representante en la tierra, que es el guasap.