Solo hay algo más triste que montar un Gobierno de perdedores, no disponer de perdedores suficientes para montarlo. Al margen de que contemplara la realidad desde la ultraderecha moderada o desde el centro paliativo, el PP abordó las generales aferrado a la convicción de la derrota y a la resignación con el naufragio subsiguiente. ¿Los populares menosprecian tanto a sus votantes que creyeron que no olfatearían la sensación de desbandada? La ciudadanía apoya masivamente a los partidos ganadores porque advierte el aroma triunfal que desprenden.

Dos días antes de las elecciones, el PP repartía carteras ministeriales. Sin embargo, no agasajaba con departamentos hipotéticos a sus militantes, sino a sus vecinos ideológicos y rivales en las urnas. Al soñar con un Gobierno de perdedores frustrado, donde la doble derrota no equivale a una victoria, los populares demuestran que han dejado de confiar en sus posibilidades. Se entregan al viento de las alianzas frívolas, olvidando que su consigna siempre fue "o César o nada".

La supremacía de los populares en la derecha fue tan abrumadora que el partido se quejaba de la soledad del campeón y de falta de aprecio a sus méritos, igual que Rafael Nadal. La contrapartida al lastimero "nadie quiere pactar con el PP" se fijaba en que el PP no necesitaba pactar con nadie. La derecha hegemónica prodigó el despectivo "tripartito" para definir antes la debilidad que el vicio de la izquierda, obligaba a materializar mayorías absolutas con los armazones más inverosímiles, hasta liquidar prácticamente el sello del PSOE.

De repente, el PP muy vivo por apostar siempre a victoria o muerte ha tenido que empeñar hasta el último reloj ideológico de los abuelos, para mantenerse en el filo de la navaja de partidos con legítimas aspiraciones a suplantarlo. Tras las andaluzas de diciembre, el éxito de las tres derechas no ocultaba que al engendro fabricado por Aznar le sobraba una pata. En aquellos momentos, el designado a la extinción parecía Ciudadanos, un engorro antes que un refuerzo incluso en el discurso conciliador del expresidente. El 28-A ha modificado esta perspectiva. Si un equipo de ingenieros de Silicon Valley rastreara la pieza redundante en el engranaje conservador español, más de uno apuntaría a los populares. Se han quedado encajonados.

Compartir es ceder. El eslogan común de la derecha durante el primer cuatrimestre del año rezaba que Sánchez llegaría el primero pero acabaría el último, al igual que en Andalucía. El marcador del primer clasificado dista de ser hegemónico, pero la distancia excavada por el PSOE se multiplica al observar que casi duplica a su más inmediato perseguidor, por no hablar de los tres millones de sufragios que sustentan esta ventaja. El PP tiene menos diputados hoy que Podemos tras cada una de las dos últimas elecciones. Antes de los comicios de 2015, los populares triplicaban prácticamente su cosecha actual.

Un diputado popular, donde con la mayoría absoluta de Rajoy había tres. La consecuencia inmediata debía ser la inmolación o sustitución del causante de la derrota, pero este artículo y decenas de divagaciones semejantes pueden escribirse sin mencionar a Pablo Casado. Su condena debería ser el anonimato. La continuidad del candidato del PP no es una prueba de la solidez de la institución, sino la enésima evidencia de que la calidad de perdedor se ha adueñado del partido. Desde una conciencia de la derrota que no paliará ni una mejoría notable en las autonómicas y municipales, la identidad del presidente incurre en irrelevancia.

El "español sin deseo" que cantaba Cernuda se ha despertado con determinación, ante las primeras elecciones que cuestionaban la esencia del país. Conviene sin embargo moderarse en las extrapolaciones. La traducción de unos recuentos matemáticos a una realidad moral resulta sonrojante. Los mismos que daban por descontada la victoria de una España de Semana Santa antifeminista, racial y homófoba, hoy cantan arbitrariamente un triunfo de los valores laicos. Por un puñado de votos.

Instalados por decisión personal en la derrota, los 66 supervivientes del PP pueden brindar un harakiri gallardo en la votación de investidura. Todavía no se ha cumplido el tercer aniversario de la degradación masiva de decenas de diputados del PSOE, rebajados a la condición de muletas para la permanencia de Rajoy en La Moncloa. Ante el pánico desatado por la imagen de una vicepresidencia del Gobierno en manos de Pablo Iglesias, los populares deberían anticiparse a prometer que devolverían la gentileza recibida en 2016. En efecto, ni se les ocurrirá plantearlo. No auxiliarían a los socialistas aunque estos se encontraran a un solo voto de la mayoría absoluta. Lo cual demuestra el ridículo estéril a que se sometió la izquierda en el Congreso, ante un partido que ya había encarrilado la senda del declive asumido.