No he visto el final de Juego de tronos y tampoco tengo un teléfono Huawei para decantar mi inquietud, de manera que estoy algo limitado de recursos para zambullirme en los clásicos populares de la actualidad. Queda, como siempre, la sempiterna política.

El bronco inicio en el Congreso prefigura una legislatura turbulenta que anima a deprimirse mucho más de lo que en realidad inspira. No es la primera vez, es cierto, que se elige la fórmula del imperativo legal para acatar de modo sui generis la Constitución, pero en las circunstancias actuales y con el equilibrio de fuerzas en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo algunos han querido ver en ello la dimensión de un negro presagio.

Sin embargo no hay que ser excesivamente pesimistas. Probablemente nos aguarde un tiempo de agitación. No es un grave problema. La historia nos ha acostumbrado: no se puede decir que este sea un país ajeno a las turbulencias. El régimen del 78 nos hizo flotar en cierta placidez pero con conocidos sobresaltos. Además, ojalá me equivoque, pronto vendrá la economía a ofrecer razones para un nuevo y real desaliento.

Los sismos políticos son otra cosa. Se producen pero la magnitud del terremoto tiende a exagerarse en los periódicos. Un ejemplo, tras la abdicación en 1873 de Amadeo de Saboya y en el momento de proclamarse la Primera República hubo sucesos en Madrid aunque no en la medida en que informó la prensa francesa que decía: "Se va restableciendo la tranquilidad. Hoy no han sido asesinados más que tres generales y un obispo. En Sevilla fueron apedreados unos extranjeros. Pi y Margall amenazó a Castelar con un revolver". En fin, este tipo de cosas.