Aunque se rijan por las normas del señor D'Hondt, las elecciones municipales son lo más parecido posible a una democracia directa, en la que no se vota tanto a los partidos como a los candidatos. Muchos aspirantes a alcalde lo han entendido perfectamente, hasta el punto de disimular e incluso prescindir en su propaganda del logo de la escudería política a la que pertenecen.

Las del próximo domingo serán, más que cualesquiera otras, las elecciones de los candidatos sin marca. Unos renuncian a ella para no quedar marcados, precisamente, por la mala imagen pública del partido por el que se presentan. Otros prefieren no dar pistas sobre su ideología „tan irrelevante para arreglar aceras„ en la confianza de que les voten no solo los de su cuerda, sino también los del partido de enfrente. Y luego están los que van sobrados hasta el extremo de fiarlo todo a su buena gestión; aunque esto solo valga para los que ya ocupan la alcaldía, como es natural.

Con estas sutilezas de la democracia local se hizo un lío en su día el anterior presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. "Es el vecino el que elige el alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde", dijo el exlíder conservador en un celebrado trabalenguas.

En el fondo no dejaba de llevar razón. Al alcalde lo elige el vecino en la medida que su candidatura no depende tanto de que su partido lo ponga en una lista como de la brillantez de su desempeño. Lo que pasa es que Rajoy lo explicó de una manera levemente barroca, para que solo le entendiesen los de Pontevedra, que ya le tienen cogido el tranquillo.

No siempre fueron así las campañas municipales y espesas. Hubo un tiempo, allá por la aurora de la actual democracia, en que los partidos se presentaban ante los electores con sus siglas bien visibles y apenas algún careto.

La vera efigie del candidato la sustituían por unos idílicos carteles que abundaban en niños, en parques, en soles radiantes y en bicicletas para seducir al votante por la vista. Ahora que casi todas las ciudades están llenas de carriles-bici y de parques (aunque no tanto de niños), aquella vieja cartelería no tendría ya mucho sentido; y lo normal es que centren el foco en el candidato.

Esta técnica publicitaria contradice los principios del branding en un mundo regido por la fuerza de las marcas. Lo lógico sería venderles el producto ideológico a los votantes mediante el uso del logotipo, pero se conoce que las elecciones locales son un mercado aparte del general.

En la batalla por los consistorios funciona más bien el efecto bandwagon que permite a los candidatos con tirón arrastrar tras de sí a los electores de derecha, izquierda, centro y mediopensionistas. Fácil es comprobar, desde luego, que a los alcaldes más laboriosos les vota el personal con independencia del partido al que pertenezcan. Es lo que ahora se llama voto transversal, de mucho más difícil aplicación en otros comicios marcados por la ideología.

La ya larga experiencia de estos años parece haber convencido a los políticos (o a sus publicistas) de que la doctrina del partido poco tiene que ver con el arreglo de las calles, la limpieza, el alcantarillado o el buen funcionamiento del transporte. De ahí que los candidatos concurran por la cara y sin marca alguna que los (des)ampare. Esto acabará en un mercado de fichajes, como el del fútbol. Y si no, al tiempo.