Tengan buen sábado. No insistan ustedes, por mucho que quieran convencerme de que lo de este fin de semana es el buen tiempo, me apunto a otra cosa. Temperaturas de treinta grados o más, una luz plana y un calor sofocador durante todo el día distan mucho de mi concepto de cosa buena. Lo respeto, claro está. Pero a mí déjenme días más frescos, con alguna lluvia de esas tamizadas bajo las que hacer deporte o bañarse en el mar es una verdadera delicia, el frescor de nuestros amaneceres y atardeceres y una escena con muchos más matices de luz que los de estas jornadas. Aún así, me alegro de que estén a gusto aquellos que prefieren el sol. Si en la diversidad, no cabe duda, está el gusto.

Hay otros temas en España en los que, hasta hace bien poco, era difícil encontrar una diversidad equilibrada como punto de base para debatir y construir entre todos opinión. El que les ofrezco hoy, el de la pertinencia o no de la monarquía como forma de Jefatura del Estado, es uno de ellos. Escribía yo hace más de quince años sobre él en este periódico, en el mismo sentido que hoy, en una época en la que la valoración de tal institución era alta y esta no se cuestionaba, a no ser que fuese dentro de un maremágnum fuertemente ideologizado y, al menos, poco realista, propio de los discursos de corte anarquista o similares. En la calle o en las tertulias las claves eran bien distintas. Y los que no eran monárquicos en general, al menos sí eran juancarlistas.

Yo utilizo argumentos ontológicos, que ya he compartido con ustedes más veces, para decir que en los tiempos que corren no procede la institución monárquica en un entorno como el nuestro. Es cierto que tradiciones socioculturales bien distintas, en el norte, abogan por tal tipo de fórmulas. Pero la Europa que nos ocupa y preocupa, en su mayoría, ha avanzado definitivamente hacia un planteamiento bien diferente. ¿Ha llegado el momento para que a medio plazo, en España, suceda algo así? Yo creo, honestamente, que sí.

Miren, no se trata ni de afear el papel de los monarcas en los últimos cuarenta años que hemos vivido, que seguro que ha sido bien importante, ni de ser rupturistas porque sí en las formas o en el fondo de la cuestión. Se trata de que el hecho de que la estirpe „la genética„ confiera carácter es, en sí, absurdo. La persona más dotada para lo público puede tener una descendencia absolutamente torpe en tales labores o, al revés, el mayor botarate puede que coseche una prole de capacidades exquisitas. Yo incluso podría entender una cierta "monarquía vitalicia", dimanada del pueblo hacia quien merezca tal tipo de liderazgo. Pero entrar en lo transmitido a la descendencia es, sin duda, mucho más preocupante.

Pero, además, Dios ya no está tras las razones por las cuales uno es rey o súbdito. Eso, menos mal, ya lo hemos superado. Por eso no entiendo las razones para revestir a una persona „concreta, de carne y hueso„ con tal dignidad, so pena que sea para instaurar un armazón real de desigualdades en el conjunto de la ciudadanía. Y es que, dicho de otro modo, creo que quien se somete con agrado a la necesidad de la figura de un rey lo hace con la esperanza de, asimismo, ser él más que otros en una pirámide social, cuando menos, obsoleta. Exactamente igual que en el pasado. Hay quien sigue alimentando el concepto de corte, de tratar la amistad como mero caladero de relaciones sociales y quien sigue creyéndose "hijodalgo" a partir de todo este entramado conceptual tan escaso de miras.

Que exista un Rey implica que existen súbditos. Pero, además, también nos hace vulnerables a las consecuencias de asumir como institución lo que no es más que una persona o una familia, con sus errores, sus filias y sus fobias y hasta sus posibles delitos, como la realidad nos ha hecho tristemente ver a partir de alguno de los mediáticos casos que todos conocemos. Con todo, el problema no está en que alguien allegado a un rey o la propia institución monárquica cometa hipotéticas acciones poco populares, poco éticas o, directamente, delictivas. El problema, para mí, surge antes, cuando diferenciamos a las personas, automáticamente, en categorías no sustentadas por una verdadera lógica más allá del boato o una tradición bastante cuestionable.

Es por todo eso por lo que yo creo que en España sigue pendiente la revisión de la monarquía como forma de Jefatura del Estado, independientemente del papel que esta haya tenido, y de que tal cambio a medio plazo haya de producirse desde la tranquilidad, el consenso y el agradecimiento por los servicios prestados. No es cierto que nuestra sociedad no esté preparada para otras formas de Jefatura del Estado, que creo ayudarían a un nuevo impulso democrático. Es bien verdad que el nivel actual en la política de partido es misérrimo, pero hay muchas otras fórmulas posibles, y siempre tal cambio será un acicate para mejorar y progresar como conjunto. Por eso hablo de esta cuestión en estos días, en los que se anuncia el definitivo cierre de la vida pública del rey Juan Carlos. Le deseo lo mejor, por supuesto, como a todos ustedes al terminar estas líneas de este asfixiante primer día de junio, mientras sueño con algo de lluvia...