Han llegado a mi mesa las primeras cerezas. Para mí las cerezas, aunque tan primaverales, suponen siempre la llegada del verano, ese tiempo que desde niño espero ansiosamente. Así que cuando las primeras cerezas, con su traje morado, como de monseñor, llegan a mi mesa, doy por inaugurado el estío y me pongo muy contento. Luego me entristezco un poco cuando reparo en que nunca las cerezas duran todo el verano, en que nada dura nunca todo el verano, excepto, quizás, el propio verano.

Todo es efímero, es la íntima esencia de las cosas. Esta semana pasada, sin ir más lejos, el Rey emérito ha anunciado el final de su vida pública. El hecho fue efectivo a partir de ayer, justo el día en que se cumplió un lustro desde que abdicara en su hijo. Se va definitivamente un monarca que logró durante mucho tiempo (le sobraron, a mi parecer, los minutos de descuento a partir del elefante abatido) que una buena parte de los republicanos fuesen "juancarlistas". He de confesar (una columna de prensa es a veces un modo laico de confesión) que nunca me conté entre ellos. No tengo la más mínima simpatía por la monarquía, sea cual sea. No entiendo por qué ha de heredarse un reino, la Jefatura de un Estado, por una pura cuestión genética, como quien hereda la calvicie o la diabetes, pero en más habitable.

Para mí el único Juan Carlos alque rendir pleitesía era Juan Carlos Aragón, rey de la República Gaditana, una contradicción, un oxímoron que sólo un poeta de su talla podía permitirse. Juan Carlos se murió el pasado 17 de mayo y no dejó heredero porque eso es imposible, porque lo suyo no se puede legar. El autor más ácido, más lúcido, más iconoclasta y más canalla se fue prematuramente dejando un vacío enorme en el carnaval universal, porque el carnaval de Cádiz se salió hace tiempo de sus costuras y suena en todo el mundo y es una referencia cultural de primer orden precisamente gracias a autores como él, que lo sacaron de la vulgaridad y le dieron altura poética, musical, escénica.

Con Juan Carlos se nos ha muerto un genio. Como decía, nada permanece. Todo acaba siendo tan efímero como las flores del cerezo. En japonés existe un término, aware, que habla esencialmente de la belleza que reside en las cosas efímeras, y es evidente que atinaron mucho los japoneses, que han sabido expresar con una palabra la tragedia que hay en las cosas efímeras y la belleza que eso conlleva, la dulce melancolía que da saber que, cuando vuelvas a mirar, ya no estará la flor. Ni la cereza.