En estos y aquellos días de campaña electoral eché de menos unas cuantas reflexiones sobre la educación y sobre la falta de educación de los protagonistas postulantes, mas también en los receptores de sus mensajes. Quizá seamos un hato de maleducados. Me gustaría que les hubiésemos reclamado reflexiones y propuestas sobre lo que significa educar en libertad y en el respeto, que pensásemos en la coeducación como formación de personas capaces de gobernar su propia vida con independencia de criterio.

Me hubiese hecho ilusión que se predicase sobre la necesidad de la formación de los jóvenes con los libros, fuere cual fuere su formato, pero que no fueran de texto ni objeto de memorización, que petrifica y mecaniza la cultura y no despierta intereses, que se fomentase la conversación, los hábitos de vida sin un sistema corrupto de exámenes y castigos. Que frente a la instrucción hubiese educación de personas cabales que persiguiesen fines éticos sin intromisiones políticas o religiosas, con la tolerancia como medio de convivencia escrupuloso.

Es evidente que añoro la escuela activa, la del hacer creador frente al puro memorizar, como auxilio para el propio auxilio y no sólo estoy hablando de la ley Wert y las inútiles reválidas de la semana pasada, sino que trato de recordar el modelo de la Institución Libre de Enseñanza desde 1876, quedémonos con esa fecha, porque se apaga con el mal recuerdo del supuesto caudillo y los obispos a sus órdenes con boeta o cepillo siempre dispuestos.

Allí se trataban como un todo de unidad y continuidad desde la educación infantil a la secundaria, frente a las fronteras hoy celebradas en forma de simulacros de graduaciones a los 6, a los 12, a los 16 y a los 18 años, toda una carrera de obstáculos que se va dejando ciudadanos en el camino. Se luchaba por llevar a la escuela lo que ya sucedía en la calle, la convivencia pese a los obstáculos del confesionario y sus infiernos. El máximo respeto que se debe al niño y a la niña huye de cualquier particularismo religioso, filosófico o político, sembrando libertad para elaborar sus normas de vida, que nada les fuese ajeno; el único interés, frente a las escuelas de estado o privadas, fue formar individuos capaces de emanciparse de tutelas, sectas, dogmas para la convivencia en libertad y tolerancia con las opiniones ajenas, siempre buscando el natural influjo recíproco con las familias y rechazando el desacuerdo preventivo.

Para ello hacían falta docentes, no aquellos funcionarios vitalicios hasta que el golpe los fulminó; sino profesionales dignificados, formados y dedicados a sus funciones, que si no cumplían podrían ser apartados, evitando burocracias absurdas.

Para Giner y Cossío la enseñanza era una excitación permanente a la actividad, a la curiosidad. No enseñar las cosas, sino enseñar a hacerlas. Ahora parece que solo preocupan, las fantasías de Ayuso sobre la zoofilia. No vamos bien.