Inventado hace un par de siglos por los ingleses como un lujo para ricos, el turismo evoca ahora la imagen de una marabunta de hormigas que lo devora todo a su paso. Ya hay colas hasta para subir a la cima del Everest: y eso que el alpinismo es una variante turística de acceso más bien limitado por su alto precio.

A España, que es subcampeona del mundo en esta especialidad, el turismo le viene arreglando el PIB desde finales de los años sesenta, cuando Fraga llenó las playas de suecas para que Alfredo Landa intentase ligar con ellas en las películas de entonces.

Le llamaban en aquella época la industria sin chimeneas, pero el paso del tiempo ha demostrado que puede ser tan contaminante como el humo de las fábricas. No hay más que ver el efecto de desalojo que ha causado en el centro de las grandes „y no tan grandes„ ciudades del país, donde los vecinos desaparecieron para dejar sitio a las masas turísticas. Que esas sí son masas; y no las proletarias.

Hay casos especialmente llamativos para los viajeros más nostálgicos.

Quienes conocieron Oporto hace poco más de una década, un suponer, podrán dar fe de los estragos de esta plaga, por más que, a cambio, contribuya a equilibrarle las cuentas a hosteleros y emprendedores en general.

Los dueños de la deslumbrante librería Lello se han visto en la obligación de poner peaje a la entrada, visto que la avalancha de curiosos no tenía, en general, la menor intención de comprar un libro. Y otro tanto ocurre en el Majestic, donde las colas de gente deseosas de hacerse un selfi hacen casi imposible ya el disfrute de una cerveza y del ambiente local en el que un día fue café lleno de encanto.

Del caso de Venecia, que corre riesgo de hundirse bajo el peso de la miríada de turistas que la patean a diario, no hará falta decir mucho.

Lo que empezó siendo un privilegio de los cachorros de la aristocracia británica, que hacían el Grand Tour por Europa como parte de su educación, se ha socializado gracias al abaratamiento del transporte. Visionarios como el dueño de Ryanair han puesto los viajes al alcance de las clases medias y populares, con los indudables beneficios, pero también los inconvenientes que todo progreso trae consigo.

Falta aún por llegar, además, el efecto de la creciente prosperidad de China. Hace cosa de tres años, o por ahí, un empresario de Pekín pagó a la mitad de su cuantiosa plantilla unas vacaciones en Francia. Miles de felices currantes abarrotaron Niza y coparon gran parte de las habitaciones disponibles en París.

Fue solo un adelanto de lo que está por venir. Cuando el país de Mao no se había convertido aún al capitalismo, se decía que, si los mil millones de chinos se pusieran de acuerdo para dar simultáneamente una patada al suelo, habría serio riesgo de terremoto. Ahora que son 1.400 millones y su renta no para de crecer, el seísmo parece más probable que nunca.

Baste imaginar las consecuencias para el equilibrio planetario de la incorporación de las nuevas clases medias chinas al turismo. No sería improbable que las ciudades con más demanda „Venecia, Barcelona, Santiago y tantas otras„ se viesen forzadas a establecer un numerus clausus de visitantes e incluso a cobrar entrada.

Será por eso que algunos emprendedores como Jeff Bezos o Richard Branson planean abrir ya rutas de turismo por el espacio interestelar. Espacio, del otro, es lo que va faltando en la Tierra para tanto turista.