José Antonio Reyes era un extremo cabizbajo pero chispeante, fundamental en la concepción del fútbol afiligranado que catapultó a España como potencia mundial. Su muerte a 237 kilómetros por hora vuelve a demostrar que los dioses del balón escapan a las leyes de los comunes mortales. En las noticias que se publican sobre conductores a esa velocidad, difícil de alcanzar y que en sí misma equivale a jugar a la ruleta rusa, se consideraría inadmisible sobreponer las virtudes del conductor a la locura de doblar el máximo legalmente aceptable. En especial, cuando su decisión libremente acometida pone en riesgo otras vidas humanas, dentro y fuera del vehículo. En cambio, ninguna decisión suicida de un futbolista debe matizar el placer que nos dispensó sobre el césped.

Daría cualquier cosa para que la tragedia de Reyes no hubiera tenido lugar. De hecho, la sociedad puso colectivamente los medios para evitarla, al limitar los máximos en carretera. La desaparición del futbolista a la velocidad a la que quiso vivir nos devuelve el dilema de Antoni de Senillosa. El político más civilizado de Cataluña le entregó su existencia al asfalto, en un accidente en que invadió el carril contrario y mató a dos personas que circulaban según las normas. La admiración que suscita su trayectoria quedaba cuando menos suspendida por un final poco modélico, aunque solo fuera por respeto a las víctimas.

Los mitos del fútbol no roban a Hacienda, pactan con el fisco. Escapan hegelianamente a las leyes humanas, pero la lección más importante de la triunfal carrera de Reyes recomienda no circular a 237 kilómetros/hora. Ojalá tomen nota los adoradores que exigen olvidar las circunstancias de su desaparición. Y sobre todo, el accidente mortal a la velocidad elegida por el futbolista interpela a los insaciables que exigen el endurecimiento de las penas. De las condenas ajenas, por supuesto.