Un domingo muy caluroso, hace tiempo, pedimos unas pizzas para comer en casa. Los niños estaban aburridos y era una forma de entretenerlos. Para ellos era una novedad: nunca antes habíamos pedido comida a domicilio. Cuando sonó el telefonillo mi hijo pequeño me acompañó corriendo a recibir el envío. Oímos el ascensor, un leve ruido de pasos en el rellano, sonó la puerta y abrimos. El repartidor era un hombre de mediana edad, más o menos como yo „o incluso algo mayor„, al que por alguna razón le habían puesto el ridículo uniforme de una pizzería, con una especie de gorrito de botones y una chaquetilla de color rojizo. Mientras yo recogía las pizzas y le pagaba, mi hijo se quedó mirando embobado a aquel hombre. El repartidor se fue.

Cuando íbamos al comedor, mi hijo me preguntó si aquel hombre trabajaba repartiendo pizzas. A mí también me había sorprendido „y dolido„ ver a una persona de mi edad trabajando de repartidor. Imaginas que ese trabajo es para gente joven que algún día va a encontrar algo mejor que hacer, pero estaba claro que aquel hombre „que seguramente tendría familia y quizá un hijo o dos muy parecidos a mi propio hijo„ no había encontrado nada mejor y tenía que aceptar aquel trabajo. "Bueno, es un trabajo", le contesté a mi hijo, con la esperanza de que aquella tontería bienintencionada la sirviera de excusa. No funcionó. "Pero es que es muy mayor. Y mira cómo va vestido". "Es un trabajo", repetí. Tampoco funcionó. Las pizzas se enfriaban. Fuimos deprisa a la mesa. Pero aquel domingo caluroso, las pizzas no estuvieron tan ricas como esperábamos. Algo había fallado.

Me he acordado de aquel repartidor (¿seguirá en el mismo oficio o habrá encontrado algo mejor?) cuando he leído la noticia de un ciclista nepalí, repartidor de comida a domicilio, que murió atropellado en Barcelona. Ese hombre no tenía ningún contrato „ni siquiera tenía permiso de residencia„ pero ocupaba el lugar de un repartidor "oficial" que sí tenía permiso de trabajo. Si hacía una especie de subcontrata para el otro ciclista, al que le tenía que pagar una parte de sus miserables ingresos, eso no lo sabemos. Lo que sabemos es muy poco. Sabemos que ganaba cinco euros por reparto. Sabemos que se llamaba Pujan Koirala. Sabemos que era rider. Sabemos que era nepalí. Sabemos que había llegado desde Alemania. Y eso es todo.

Supongo que habrá gente que piense que es un éxito del sistema que una persona sin papeles pueda encontrar trabajo y ganar cinco euros por cada reparto de comida. Y en cierta forma es verdad. También habrá gente que diga que ir en bicicleta por la ciudad es una actividad de riesgo y que cualquier ciclista está expuesto a ser atropellado. Pues claro que sí. Pero al mismo tiempo, es evidente que hay modelos de negocio en los que se practica una descarada explotación laboral y en los que no se respetan derechos laborales de ninguna clase. Esos repartidores son falsos autónomos que tienen que pagarse su cuota de la Seguridad Social aunque en realidad sean asalariados por cuenta ajena. Su trabajo es peligroso y está mal pagado. Y en cierta forma, la vida de un repartidor de comida no se diferencia mucho de la de un culí (o coolie, como se decía antes) de Calcuta o de Saigón. Hay una diferencia, por supuesto: el culí difícilmente va a poder cambiar de oficio en toda su vida. El rider, con un poco de suerte, quizá pueda cambiar. O no, como le había pasado a aquel repartidor de pizzas que sorprendió a mi hijo con su gorrito y su chaquetilla roja.

Hace poco, de noche, vi a uno de esos riders cruzando muy deprisa un semáforo. No era un chico joven, sino un hombre mayor „tan mayor como yo„ que pedaleaba muy deprisa por la calle desierta. Supuse que llevaba pedaleando todo el día y que tenía que hacer las últimas carreras para ganar cinco o diez euros más. Tendría familia, hijos, una pareja (o quizá ya expareja), pero allí estaba él, pedaleando cansado con el móvil en la mano, mirando de reojo Google Maps para encontrar la dirección que buscaba. Al verlo, me acordé del repartidor de pizzas de hacía tantos años. Y cuando lo vi alejarse calle abajo, pedaleando en solitario por el carril bici, rogué „no sé a quién„ que no fuera la misma persona que aquel domingo caluroso nos había traído las pizzas a casa.