El Tribunal Supremo, en el auto por el que se paraliza cautelarmente la exhumación de los restos de Francisco Franco, ha señalado que el muy fallecido era jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936. El ascenso de Franco a los cielos de un poder absoluto e inmutable fue mucho más complejo de lo que sugiere una frase tan apodíctica. Avanzado el verano de 1936, el general maniobró con sus compañeros más leales con la mediación incansable de su hermano Nicolás; anteriormente, se había preocupado por ser el primero en tratar directamente con representantes de los gobiernos alemán e italiano. Franco gozaba de un gran prestigio profesional, pero también se las había arreglado para ser el general más inocuo ideológicamente entre la flor de espadones asesinos: nada republicano, no demasiado enfático como monárquico de Alfonso XIII, sin conflictos con los carlistas, escasamente fascinado, en ese momento, por el fascismo primorriverista, aunque profundamente reaccionario. Sus compañeros lo nombraron generalísimo de los Ejércitos y en aquel aeródromo improvisado de Salamanca, "jefe del Gobierno del Estado mientras dure la guerra". Nicolás se encargó de corregir un título demasiado largo. Una vez ganada la guerra Franco obtuvo una legitimidad vitalicia, aunque durante lustros siguió ocupado en mantener astutamente los equilibrios entre las distintas familias de su régimen.

Muchos han ridiculizado el malestar o la irritación que a otros muchos nos ha causado el Supremo con esa referencia en el auto. Es cierto que se trata de una mención circunstancial e intrascendente a los efectos de lo que se decidía: ni es ni pretende ser un argumento jurídico. Tampoco es menos cierto que el TS no ha expresado ninguna legitimación de la dictadura franquista. Pero no es insignificante. El mariscal Petain fue designado en un golpe de mano claramente inconstitucional presidente de la República Francesa y actuó en connivencia con las fuerzas de ocupación nazis, cuando no bajo sus órdenes. Fusiló resistentes, deportó ciudadanos judíos, gobernó por decreto conculcando las leyes republicanas. Y lo hizo durante cuatro interminables años. Pero me parece difícilmente imaginable que el Tribunal Supremo francés, siquiera incidentalmente en un auto cualquiera, lo calificara como jefe del Estado desde julio de 1940. Porque, entre otras razones, Petain fue detenido, procesado y sentenciado a muerte como traidor de lesa patria, aunque después la condena se redujo a cadena perpetua.

En octubre de 1936 España tenía un jefe de Estado legítimo: el presidente de la República, don Manuel Azaña. Por entonces miles de españoles luchaban y morían por defender una (muy imperfecta y conflictiva) república democrática frente a una caterva de golpistas carniceros y sus cómplices. Franco no contó con el reconocimiento de las principales potencias y el pleno control del territorio hasta las vísperas de la primavera de 1939: desde entonces fue de facto el Jefe del Estado español, y el régimen, más tarde, se institucionalizó política y jurídicamente.

El Tribunal Supremo es un órgano constitucional. Los valores en los que se asienta la Constitución son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. No son únicamente valores para gestionar el presente, sino para comprender el pasado. Tal vez no sea una exigencia jurídica. Pero forma parte de la más elemental moral cívica que cabe exigir a un país y a sus instituciones.