Da un poco de envidia, la verdad, visto desde Madrid lo que ocurre en Barcelona: esto es, la posibilidad de que Ada Colau, la alcaldesa del cambio, vaya a repetir al frente del consistorio de la Ciudad Condal.

Da un poco de envidia la movilización allí de dos grupos de intelectuales: uno, a favor de una alianza independentista, y otro, en pro de los partidos que llaman constitucionalistas, pero que posibilitarían en ambos casos la reelección de la exactivista contra los desahucios.

Uno estaría claramente a favor de esa segunda alianza porque es sin duda la que más garantías de inclusión y solidaridad con el resto de España ofrece en un momento en que tanta falta hace rebajar la tensión no solo en Cataluña sino en todo el país.

Da también envidia que el ex primer ministro francés, desafiando el irracional veto de sus aliados de Ciudadanos al PSOE de Pedro Sánchez, haya ofrecido a Colau y a los socialistas los votos de sus seis concejales para hacer posible que ésa siga siendo alcaldesa sin necesidad del voto independentista.

Y que todo eso esté ocurriendo cuando, tanto en el Ayuntamiento como en la Comunidad de Madrid, parece cada vez más inevitable la llegada al poder de la vieja y de la nueva derecha con el apoyo imprescindible de un partido de esencias netamente franquistas.

La vieja derecha de todas las corrupciones urbanísticas y una nueva derecha que se presentó en su día como de centro y dispuesta a luchar a favor de la limpieza en política y que parece haberse olvidado demasiado pronto de sus promesas.

Porque si hay un partido que a lo largo de su gestión en Madrid se ha caracterizado por la corrupción en sus filas es el de Esperanza Aguirre y Ana Botella, sin que sus nuevos dirigentes hayan hecho otra cosa que intentar convencernos de que todo ello es algo del pasado.

¿Es posible que la obsesión del líder de Ciudadanos con el independentismo catalán le obceque de tal forma como para renegar del compromiso inicial de su partido de ser sobre todo implacable con la corrupción de la vieja política?

La sinrazón catalanista y, como reacción, la denuncia de todo intento de diálogo por parte de la izquierda con los independentistas, han envenenado hasta extremos del todo irracionales la política en este país.

La vieja y la nueva derecha no han estado dispuestas en ningún momento a soltar presa en vista de los votos que su intransigencia frente a los separatistas y a quienes propiciaban alguna forma de diálogo parecía proporcionarles en el resto de España.

¿Tendremos que resignarnos los madrileños a aguantar cuatro años más, por culpa de ese conflicto que algunos pretenden irresoluble, la presencia en los gobiernos del Ayuntamiento y la Comunidad de un partido que llegó a la presidencia de esta última por una traición?

¿Se ha olvidado tan fácilmente aquel grave caso de transfuguismo de dos supuestos socialistas y todo lo que vino después: una trama corrupta de constructores y concesionarios?

¿Permitirá la obsesión con Cataluña no solo que el PP no pague políticamente por su corrupción en sus años de gobierno sino que se mantenga en el poder con el apoyo de un partido que nació supuestamente para combatirla y la muleta de la ultraderecha posfranquista?

No se puede sino darle la razón a quien fue secretario de Estado de Cultura del Gobierno del PP cuando, desencantado con la deriva cada vez más derechista de su partido, afirma que "cualquier demócrata consciente de sus valores no puede mantener ningún tipo de relación con Vox".

"Ir del brazo del fascismo es inaceptable para un liberal que se precie de serlo", critica José María Lassalle, que apela a razones éticas. Y si eso vale para el PP, debería valer con mucho mayor motivo para el partido de Albert Rivera.